La muerte de un ser
querido es impactante. Aunque nuestra fe
nos sostiene, nos alimenta… el dolor de la separación, de la despedida es
herida sangrante para muchos.
La muerte es un
misterio. Un gran misterio que todos conocemos, pero cuando nos toca, nos derrumba.
Una madre que llora
amargamente la muerte de su único hijo varón, que muere consumido por la enfermedad. Esa madre conoce que su hijo era especial,
muy especial. Un hijo que vivió a la sombra y a la luz de la fe. Un hijo que
amo hasta las últimas consecuencias a Dios, a esa bendita madre celestial. Que
vivió la virtud a grado heroico. Que asumió su enfermedad como instrumento para
ayudar a salvar, a conquistar no solo a su familia, sino a todos, conocidos o
desconocidos. Lo único que importaba para este hijo, era que nadie se perdiera
para la eternidad.
Pero que mucho
duele la separación… que mucho sangra esa herida de amor, ese corazon que se
siente herido mortalmente aunque la fe la sostiene y la alimenta.
La hija que pierde
a sus padres ancianos. La hija que dedico toda una vida al cuidado de sus
padres. Ahora sola, siente el vació que han dejado… la fe la sostiene, la fe la
alimenta, la esperanza se despliega en su vida, como una victoriosa bandera, que
se mueve por la brisa de la fe solida y viva. Pero que mucho duele la separación…
ese “hasta pronto”… porque esta vida es tan corta… que el mañana está al
alcance…
Duele, si duele… Decía
Santa Teresita, “no muero, si no que entro a la vida”. Para el alma que “regresa
a casa” es una explosión de vida, de felicidad, de alegría… después de un largo
tiempo se regresa a casa, a la casa del Padre… nada del ayer, enturbia la
felicidad que se ha conquistado, que se ha ganado… pero los que se quedan en el
tiempo y en el espacio, esos sienten la tristeza de la separación.
¿Qué es la
muerte? El medio que nos concede el
poder abrir la puerta de la eternidad y entrar en ella…
Trabajemos por
abrir la puerta que nos lleve a la dicha eterna…
La pequeña de Dios
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