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La Fe Cristiana
Tema 8. Jesucristo, Dios y Hombre verdadero
Jesucristo asumió la naturaleza humana sin dejar de ser Dios: es verdadero
Dios y verdadero hombre.
Autor: José Antonio Riestra | Fuente: www.opusdei.es
1. La Encarnación del Verbo
«Al llegar la plenitud de los
tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4, 4). Se cumple así la
promesa de un Salvador que Dios hizo a Adán y Eva al ser expulsados del
Paraíso: «Pondré enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje;
él te pisará la cabeza mientras acechas tu su calcañar» (Gn 3, 15). Este
versículo del Génesis se conoce con el nombre de protoevangelio, porque
constituye el primer anuncio de la buena nueva de la salvación.
Tradicionalmente se ha interpretado que la mujer de que se habla es tanto Eva,
en sentido directo, como María, en sentido pleno; y que el linaje de la mujer
se refiere tanto a la humanidad como a Cristo.
Desde entonces hasta el momento
en que «el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14), Dios fue
preparando a la humanidad para que pudiera acoger fructuosamente a su Hijo
Unigénito. Dios escogió para sí al pueblo israelita, estableció con el una
Alianza y lo formó progresivamente, interviniendo en su historia,
manifestándole sus designios a través de los patriarcas y profetas y
santificándolo para sí. Y todo esto, como preparación y figura de aquella nueva
y perfecta Alianza que había de concluirse en Cristo y de aquella plena y
definitiva revelación que debía ser efectuada por el mismo Verbo encarnado[1].
Aunque Dios preparó la venida del Salvador sobre todo mediante la elección del
pueblo de Israel, esto no significa que abandonase a los demás pueblos, a “los
gentiles”, pues nunca dejó de dar testimonio de sí mismo (cfr. Hch 14, 16-17).
La Providencia divina hizo que los gentiles tuvieran una conciencia más o menos
explícita de la necesidad de la salvación, y hasta en los últimos rincones de
la tierra se conservaba el deseo de ser redimidos.
La Encarnación tiene su origen en
el amor de Dios por los hombres: «en esto se manifestó el amor que Dios nos
tiene, en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de
El» (1Jn 4, 9). La Encarnación es la demostración por excelencia del Amor de
Dios hacia los hombres, ya que en ella es Dios mismo el que se entrega a los
hombres haciéndose partícipe de la naturaleza humana en unidad de persona.
Tras la caída de Adán y Eva en el
paraíso, la Encarnación tiene una finalidad salvadora y redentora, como
profesamos en el Credo: «por nosotros los hombres y por nuestra salvación, bajó
del cielo y se encarnó por obra del Espíritu Santo de María Virgen, y se hizo
hombre»[2]. Cristo afirmó de Sí mismo que «el Hijo del hombre ha venido a
buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 19; cfr. Mt 18, 11) y que «Dios
no ha enviado a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve
por Él» (Jn 3, 17).
La Encarnación no sólo manifiesta
el infinito amor de Dios a los hombres, su infinita misericordia, justicia y
poder, sino también la coherencia del plan divino de salvación. La profunda
sabiduría divina se manifiesta en cómo Dios ha decidido salvar al hombre, es
decir del modo más conveniente a su naturaleza, que es precisamente mediante la
Encarnación del Verbo.
Jesucristo, el Verbo encarnado,
«no es ni un mito, ni una idea abstracta cualquiera; Es un hombre que vivió en
un contexto concreto y que murió después de haber llevado su propia existencia
dentro de la evolución de la historia. La investigación histórica sobre Él es,
pues, una exigencia de la fe cristiana»[3].
Que Cristo existió pertenece a la
doctrina de la fe, como también que murió realmente por nosotros y que resucitó
al tercer día (cfr. 1 Co 15, 3-11). La existencia de Jesús es un hecho probado
por la ciencia histórica, sobre todo, mediante el análisis del Nuevo Testamento
cuyo valor histórico está fuera de duda. Hay otros testimonios antiguos no
cristianos, paganos y judíos, sobre la existencia de Jesús. Precisamente por
esto, no son aceptables las posiciones de quienes contraponen un Jesús
histórico al Cristo de la fe y defienden la suposición de que casi todo lo que
el Nuevo Testamento dice acerca de Cristo sería una interpretación de fe que
hicieron los discípulos de Jesús, pero no su auténtica figura histórica que aún
permanecería oculta para nosotros. Estas posturas, que en muchas ocasiones
encierran un fuerte prejuicio contra lo sobrenatural, no tienen en cuenta que
la investigación histórica contemporánea coincide en afirmar que la
presentación que hace el cristianismo primitivo de Jesús se basa en auténticos
hechos sucedidos realmente.
2. Jesucristo, Dios y hombre
verdadero
La Encarnación es «el misterio de
la admirable unión de la naturaleza divina y de la naturaleza humana en la
única Persona del Verbo» (Catecismo, 483). La Encarnación del Hijo de Dios «no
significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el
resultado de una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Se hizo verdaderamente
hombre sin dejar de ser verdaderamente Dios. Jesucristo es verdadero Dios y
verdadero hombre» (Catecismo, 464). La divinidad de Jesucristo, Verbo eterno de
Dios, se ha estudiado al tratar sobre la Santísima Trinidad. Aquí nos fijaremos
sobre todo en lo que hace referencia a su humanidad.
La Iglesia defendió y aclaró esta
verdad de fe durante los primeros siglos frente a las herejías que la
falseaban. Ya en el siglo I algunos cristianos de origen judío, los ebionitas,
consideraron a Cristo como un simple hombre, aunque muy santo. En el siglo II
surge el adopcionismo, que sostenía que Jesús era hijo adoptivo de Dios; Jesús
sólo sería un hombre en quien habita la fuerza de Dios; para ellos, Dios era
una sola persona. Esta herejía, fue condenada en el 190 por el papa San Víctor,
por el Concilio de Antioquía del 268, por el Concilio I de Constantinopla y por
el Sínodo Romano del 382[4]. La herejía arriana, al negar la divinidad del
Verbo, negaba también que Jesucristo fuera Dios. Arrio fue condenado por el
Concilio I de Nicea, en el año 325. También actualmente la Iglesia ha vuelto a
recordar que Jesucristo es el Hijo de Dios subsistente desde la eternidad que
en la Encarnación asumió la naturaleza humana en su única persona divina [5].
La Iglesia también hizo frente a
otros errores que negaban la realidad de la naturaleza humana de Cristo. Entre
estos se encuadran aquellas herejías que rechazaban la realidad del cuerpo o
del alma de Cristo. Entre las primeras se encuentra el docetismo, en sus
diversas variantes, que tiene un trasfondo gnóstico y maniqueo. Algunos de sus
seguidores afirmaban que Cristo tuvo un cuerpo celeste, o que su cuerpo era
puramente aparente, o que apareció de repente en Judea sin haber tenido que
nacer o crecer. Ya San Juan tuvo que combatir este tipo de errores: «muchos son
los seductores que han aparecido en el mundo, que no confiesan que Jesús ha
venido en carne» (2 Jn 7; cfr. 1 Jn 4, 1-2).
Arrio y Apolinar de Laodicea
negaron que Cristo tuviera verdadera alma humana. El segundo ha tenido
particular importancia en este campo y su influencia estuvo presente durante
varios siglos en las controversias cristológicas posteriores. En un intento de
defender la unidad de Cristo y su impecabilidad, Apolinar sostuvo que el Verbo
desempeñaba las funciones del alma espiritual humana,. Esta doctrina, sin
embargo, suponía negar la verdadera humanidad de Cristo, compuesta, como en
todos los hombres, de cuerpo y alma espiritual (cfr. Catecismo, 471). Fue
condenado en el Concilio I de Constantinopla y en el Sínodo Romano del 382[6].
3. La unión hipostática
Al principio del siglo quinto,
tras las controversias precedentes, estaba clara la necesidad de sostener
firmemente la integridad de las dos naturalezas humana y divina en la Persona
del Verbo; de modo que la unidad personal de Cristo comienza a constituirse en
el centro de atención de la cristología y de la soteriología patrística. A esta
nueva profundización contribuyeron nuevas discusiones.
La primera gran controversia tuvo
su origen en algunas afirmaciones de Nestorio, patriarca de Constantinopla, que
utilizaba un lenguaje en el que daba a entender que en Cristo hay dos sujetos:
el sujeto divino y el sujeto humano, unidos entre sí por un vínculo moral, pero
no físicamente. En este error cristológico tiene su origen su rechazo del
título de Madre de Dios, Theotókos, aplicado a Santa María. María sería Madre
de Cristo pero no Madre de Dios. Frente a esta herejía, San Cirilo de
Alejandría y el Concilio de Éfeso del 431 recordaron que «la humanidad de
Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha
asumido y hecho suya desde su concepción... Por eso el Concilio de Éfeso
proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios
mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno» (Catecismo, 466;
cfr. DS 250 y 251).
Unos años más tarde surgió la
herejía monofisita. Esta herejía tiene sus antecedentes en el apolinarismo y en
una mala comprensión de la doctrina y del lenguaje empleado por San Cirilo por
parte de Eutiques, anciano archimandrita de un monasterio de Constantinopla.
Eutiques afirmaba, entre otras cosas, que Cristo es una Persona que subsiste en
una sola naturaleza, pues la naturaleza humana habría sido absorbida en la
divina. Este error fue condenado por el Papa San León Magno, en su Tomus ad
Flavianum [7], auténtica joya de la teología latina, y por el Concilio
ecuménico de Calcedonia del año 451, punto de referencia obligado para la
cristología. Así enseña: «hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor
nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad»[8], y
añade que la unión de las dos naturalezas es «sin confusión, sin cambio, sin
división, sin separación»[9].
La doctrina calcedonense fue
confirmada y aclarada por el II Concilio de Constantinopla del año 553, que
ofrece una interpretación auténtica del Concilio anterior. Tras subrayar varias
veces la unidad de Cristo [10], afirma que la unión de las dos naturalezas de
Cristo tiene lugar según la hipóstasis[11], superando así la equivocidad de la
formula ciriliana que hablaba de unidad según la “fisis”. En esta línea, el II
Concilio de Costantinopla indicó también el sentido en que había de entenderse
la conocida formula ciriliana de «una naturaleza del Verbo de Dios encarnada»[12],
frase que San Cirilo pensaba que era de San Atanasio pero que en realidad se
trataba de una falsificación apolinarista.
En estas definiciones
conciliares, que tenían como finalidad aclarar algunos errores concretos y no
exponer el misterio de Cristo en su totalidad, los Padres conciliares
utilizaron el lenguaje de su tiempo. Al igual que Nicea empleó el término
consubstancial, Calcedonia utiliza términos como naturaleza, persona,
hipóstasis, etc., según el significado habitual que tenían en el lenguaje
común, y en la teología de su época. Esto no significa, como han afirmado
algunos, que el mensaje evangélico se helenizara. En realidad, quienes se
demostraron rígidamente helenizantes fueron precisamente los que proponían las
doctrinas heréticas, como Arrio o Nestorio, que no supieron ver las
limitaciones que tenía el lenguaje filosófico de su tiempo frente al misterio
de Dios y de Cristo.
4. La Humanidad Santísima de
Jesucristo
«En la Encarnación ´la naturaleza
humana ha sido asumida, no absorbida´ (GS 22, 2)» (Catecismo, 470). Por eso la
Iglesia ha enseñado «la plena realidad del alma humana, con sus operaciones de
inteligencia y de voluntad, y del cuerpo humano de Cristo. Pero paralelamente,
ha tenido que recordar en cada ocasión que la naturaleza humana de Cristo
pertenece propiamente a la persona divina del Hijo de Dios que la ha asumido.
Todo lo que es y hace en ella pertenece a “uno de la Trinidad”. El Hijo de Dios
comunica, pues, a su humanidad su propio modo de existir en la Trinidad. Así,
en su alma como en su cuerpo, Cristo expresa humanamente las costumbres divinas
de la Trinidad (cfr. Jn 14, 9-10» (Catecismo, 470).
El alma humana de Cristo está
dotada de un verdadero conocimiento humano. La doctrina católica ha enseñado
tradicionalmente que Cristo en cuanto hombre poseía un conocimiento adquirido,
una ciencia infusa y la ciencia beata propia de los bienaventurados en el
cielo. La ciencia adquirida de Cristo no podía ser de por sí ilimitada: «por
eso el Hijo de Dios, al hacerse hombre, quiso progresar “en sabiduría, en
estatura y en gracia” (Lc 2, 52) e igualmente adquirir aquello que en la
condición humana se adquiere de manera experimental (cfr. Mc 6, 38; 8, 27; Jn
11, 34)» (Catecismo, 472). Cristo, en quien reposa la plenitud del Espíritu
Santo con sus dones (cfr. Is 11, 1-3), poseyó también la ciencia infusa, es
decir, aquel conocimiento que no se adquiere directamente por el trabajo de la
razón, sino que es infundido directamente por Dios en la inteligencia humana.
En efecto, «El Hijo, en su conocimiento humano, demostraba también la
penetración que tenía de los pensamientos secretos del corazón de los hombres
(cfr. Mc 2, 8; Jn 2, 25; 6, 61» (Catecismo, 473). Cristo poseía también la
ciencia propia de los beatos: «Debido a su unión con la Sabiduría divina en la
persona del Verbo encarnado, el conocimiento humano de Cristo gozaba en
plenitud de la ciencia de los designios eternos que había venido a revelar
(cfr. Mc 8, 31; 9, 31; 10, 33-34; 14, 18-20.26-30» (Catecismo, 474). Por todo
esto debe afirmarse que Cristo en cuanto hombre es infalible: admitir el error
en Él sería admitirlo en el Verbo, única persona existente en Cristo. Por lo
que se refiere a una eventual ignorancia propiamente dicha, hay que tener
presente que «lo que reconoce ignorar en este campo (cfr. Mc 13, 32), declara
en otro lugar no tener misión de revelarlo (cfr. Hch 1, 7)» (Catecismo, 474).
Se entiende que Cristo fuera humanamente consciente de ser el Verbo y de su
misión salvífica[13]. Por otra parte, la teología católica, al pensar que
Cristo poseía ya en la tierra la visión inmediata de Dios, ha siempre negado la
existencia en Cristo de la virtud de la fe [14].
Frente a las herejías
monoenergeta y monotelita que, en lógica continuidad con el monofisismo
precedente, afirmaban que en Cristo hay una sola operación o una sola voluntad,
la Iglesia confesó en el III Concilio ecuménico de Constantinopla, del año 681,
que «Cristo posee dos voluntades y dos operaciones naturales, divinas y
humanas, no opuestas, sino cooperantes, de forma que el Verbo hecho carne, en
su obediencia al Padre, ha querido humanamente todo lo que ha decidido
divinamente con el Padre y el Espíritu Santo para nuestra salvación (cfr. DS
556-559). La voluntad humana de Cristo “sigue a su voluntad divina sin hacerle
resistencia ni oposición, sino todo lo contrario estando subordinada a esta
voluntad omnipotente” (DS 556)» (Catecismo, 475). Se trata de una cuestión
fundamental pues está directamente relacionada con el ser de Cristo y con
nuestra salvación. San Máximo el Confesor se distinguió en este esfuerzo
doctrinal de clarificación y se sirvió con gran eficacia del conocido pasaje de
la oración de Jesús en el Huerto, en el que aparece el acuerdo de la voluntad
humana de Cristo con la voluntad del Padre (cfr. Mt 26, 39).
Consecuencia de la dualidad de
naturalezas es también la dualidad de operaciones. En Cristo hay dos
operaciones, las divinas, procedentes de su naturaleza divina, y las humanas,
que proceden de la naturaleza humana. Se habla también de operaciones
teándricas para referirse a aquéllas en las que la operación humana actúa como
instrumento de la divina: es el caso de los milagros realizados por Cristo.
El realismo de la Encarnación del
Verbo se manifestó también en la última gran controversia cristológica de la
época patrística: la disputa sobre las imágenes. La costumbre de representar a
Cristo, en frescos, iconos, bajorrelieves, etc., es antiquísima y existen
testimonios que se remontan al menos al siglo segundo. La crisis iconoclasta se
produjo en Constantinopla a comienzos del siglo VIII y tuvo su origen en una
decisión del Emperador. Ya antes había habido teólogos que se habían mostrado a
lo largo de los siglos partidarios o contrarios al uso de las imágenes, pero
ambas tendencias habían coexistido pacíficamente. Quienes se oponían solían
aducir que Dios no tiene límites y no puede por tanto encerrarse dentro de unas
líneas, de unos trazos, no se puede circunscribir. Sin embargo, como señaló San
Juan Damasceno es la misma Encarnación la que ha circunscrito al Verbo
incircunscribible. «Como el Verbo se hizo carne asumiendo una verdadera
humanidad, el cuerpo de Cristo era limitado (...) Por eso se puede “pintar” la
faz humana de Jesús (Ga 3, 2)» (Catecismo, 476). En el II Concilio ecuménico de
Nicea, del año 787, «la Iglesia reconoció que es legítima su representación en
imágenes sagradas» (Catecismo, 476). En efecto, «las particularidades
individuales del cuerpo de Cristo expresan la persona divina del Hijo de Dios.
El ha hecho suyos los rasgos de su propio cuerpo humano hasta el punto de que,
pintados en una imagen sagrada, pueden ser venerados porque el creyente que
venera su imagen, venera a la persona representada en ella»[15].
El alma de Cristo, al no ser
divina por esencia sino humana, fue perfeccionada, como las almas de los demás
hombres, mediante la gracia habitual, que es «un don habitual, una disposición
estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con
Dios, de obrar por su amor» (Catecismo, 2000). Cristo es santo, como anunció el
arcángel Gabriel a Santa María en la Anunciación: Lc 1, 35. La humanidad de
Cristo es radicalmente santa, fuente y paradigma de la santidad de todos los
hombres. Por la Encarnación, la naturaleza humana de Cristo ha sido elevada a
la mayor unión con la divinidad -con la Persona del Verbo- a que puede ser
elevada criatura alguna. Desde el punto de vista de la humanidad del Señor, la
unión hipostática es el mayor don que jamás se haya podido recibir, y suele
conocerse con el nombre de gracia de unión. Por la gracia habitual el alma de
Cristo fue divinizada con esa transformación que eleva la naturaleza y las
operaciones del alma hasta el plano de la vida íntima de Dios, proporcionando a
sus operaciones sobrenaturales una connaturalidad que de otro modo no tendría.
Su plenitud de gracia implica también la existencia de las virtudes infusas y
de los dones del Espíritu Santo. De este plenitud de gracia de Cristo,
«recibimos todos, gracia sobre gracia» (Jn 1, 16). La gracia y los dones han
sido otorgados a Cristo no sólo en atención a su dignidad de Hijo, sino también
en atención a su misión de nuevo Adán y Cabeza de la Iglesia. Por eso se habla
de una gracia capital en Cristo, que no es una gracia distinta de la gracia
personal del Señor, sino que es un aspecto de esa misma gracia que subraya su
acción santificadora sobre los miembros de la Iglesia. La Iglesia, en efecto,
«es el Cuerpo de Cristo» (Catecismo, 805), un Cuerpo «del que Cristo es la
Cabeza: vive de Él, en Él y por Él; Él vive con ella y en ella» (Catecismo,
807).
El Corazón del Verbo encarnado.
«Jesús, durante su vida, su agonía y su pasión nos ha conocido y amado a todos
y cada uno de nosotros y se ha entregado por cada uno de nosotros: “El Hijo de
Dios me amó y se entregó a sí mismo por mí”. Nos ha amado a todos con un
corazón humano» (Catecismo, 478). Por este motivo, el Sagrado Corazón de Jesús
es el símbolo por excelencia del amor con que ama continuamente al eterno Padre
y a todos los hombres (cfr. ibidem).
Edición: Octubre 2012
Bibliografía básica
Catecismo de la Iglesia católica,
422-483.
Benedicto XVI-Joseph Ratzinger,
Jesús de Nazaret, La Esfera de los Libros, Madrid 2007, 371-410.
Lecturas recomendadas
A. Amato, Jesús el Señor, BAC,
Madrid 1998.
F. Ocáriz - L.F. Mateo Seco -
J.A. Riestra, El misterio de Jesucristo, 3ª ed., EUNSA, Pamplona 2004.
---------------------------------------
[1] Concilio Vaticano II, Const.
Lumen Gentium, 9.
[2] Concilio de Constantinopla I,
Symbolum, DS 150; cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen Gentium,
55.
[3] Comisión Teológica
Internacional, Cuestiones selectas de Cristología (1979), en ID., Documentos
1969-1996, 2ª ed., BAC, Madrid 2000, 221.
[4] Cfr. DS 151 y 157-158.
[5] Cfr. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Decl. Mysterium Filii Dei, 21-II-1972, en AAS
64(1972)237-241.
[6] Cfr. DS 151 y 159.
[7] Cfr. Ibidem, 290-295.
[8] Cfr. Ibidem, 301; Catecismo,
467.
[9] Cfr. Idem.
[10] Cfr. Ibidem, 423.
[11] Cfr. Ibidem, 425.
[12] Cfr. Ibidem, 429.
[13] Cfr. Comisión Teológica
Internacional, La conciencia que Jesús tenía de Sí mismo y de su misión (1985),
en ID., Documentos 1969-1996, 2ª ed., BAC, Madrid 2000, 377-391.
[14] Cfr. Congregación para la
Doctrina de la Fe, Notificación, n. V, 26-XI-2006.
[15] Concilio de Nicea II, DS
601.
.......................................
Presentacion por Catholic. Net
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