viernes, 23 de noviembre de 2012

¿Eucaristía?...Sí…Eucaristía

 LA CONSAGRACIÓN EUCARÍSTICA
 


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En la Última cena, Jesús, tomando el pan, dijo a sus apóstoles: “Tomen y coman todos de él porque esto es mi cuerpo.” De igual manera, tomando cáliz añadió: “Tomen y beban todos de él, porque este es el cáliz de mi sangre; sangre de la alianza nueva y eterna que será derramada por ustedes y por muchos para el perdón de los pecados. Hagan esto en conmemoración mía.” Con estas divinas palabras quedó hecha la primera Consagración eucarística, es decir, la primera Misa. En efecto, Cristo es el autor e inventor de la Misa. Con esta primera Consagración el Señor adelantó su propio sacrificio, mediante el cual se ofreció a Dios por nuestra redención. Decimos que lo adelantó, porque el sacrificio cruento (con derramamiento de sangre) se haría precisamente al día siguiente, que fue le primer Viernes santo.



Pero, fijémonos en las últimas palabras del Señor, “Hagan esto en conmemoración mía”. Con esta frase quedó revelada inequívocamente la divina voluntad de Cristo Jesús de que su propio sacrificio sea renovado mediante sus apóstoles, en su Iglesia. Es la manera de decirnos que quiere y desea quedarse con nosotros. Así los apóstoles lo enseñaron a sus sucesores, los obispos. Los obispos y sus colaboradores, los presbíteros, lo han hecho hasta el día de hoy, y así sucesivamente hasta el final de los tiempos.



La Iglesia, desde la más remota antigüedad, guardó y reservó las palabras y gestos de la Consagración para que fuese conservada la voluntad de Cristo, hasta su segunda y última venida. Estas palabras y gestos es lo que llamamos en la liturgia de la Misa: el Canon, o Plegaria eucarística, o Anáfora, o simplemente Consagración. Esta oración central de la Misa es de suma importancia para la inmolación y consumación de la sagrada Víctima: Jesucristo. Sin el Canon no hay Misa, no hay consagración de las especies, no hay sacrificio de salvación. El texto del Canon es antiquísimo; a principios del siglo VII existía ya íntegro tal como lo reza hoy el sacerdote (Canon romano). Es lo más primitivo, apostólico y patrístico de la Misa. Después de las Sagradas Escrituras, nada inspira tanto respeto a la Iglesia como el Canon de la Misa.



La Consagración es la oración central de la santa Misa. Es el culmen de la celebración. Está precedida del relato de la institución: “Porque la noche en que iba a ser entregado...” Luego de la Consagración le sigue la anámnesis o memorial, donde se hace memoria de la donación del Señor mediante su muerte y resurrección. Finalmente se termina con la doxología: Por Cristo, con Él y en Él...



En la consagración, el sacerdote, al pronunciar las palabras e imitar los gestos del Señor, realiza también lo que ellos significan. Es decir, habla y obra en primera persona, porque realmente representa y personifica aquí a Jesucristo. Así es cómo, en virtud de sus palabras y de sus poderes, el pan que antes tenía en sus manos se convierte en el verdadero CUERPO de Jesucristo, y el simple vino se convierte en la Sangre Preciosísima del Señor. A este sublime misterio la Iglesia le llama transubstanciación.



La Iglesia desea que el misterio eucarístico sea mostrado al pueblo creyente para que sea adorado y bendecido. Más aun, la Iglesia, por medio de la liturgia, adorna con ritos y ceremonias complementarios este crucial momento para dar a entender lo que está ocurriendo en el altar. Un gesto muy significativo, que hace el sacerdote después de cada consagración, es el de levantar por un momento las sagradas especies. Es lo que se llama la Elevación. Este rito nació, principalmente, del ansia de ver a Dios en la Hostia. Es el momento, no de bajar la vista, sino de mirar al Señor. Todos están arrodillados. El sacerdote se inclina humildemente ante las palabras de la Consagración que él mismo pronuncia. Después de cada elevación, el sacerdote hace genuflexión ante las especies eucarísticas. Con este gesto reconoce, en nombre de todos los presentes, que sobre el altar está el mismo Jesucristo, Hijo de Dios, que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos. Además, la Iglesia hace sonar las campanillas para que todos estén atentos a este momento en donde la creación entera suspende el aliento para contemplar semejante espectáculo divino. En las Misas solemnes, se llena de aromático incienso cada elevación, para recordarnos que solamente a Cristo adoramos y damos gloria. A caso sea una alusión del Cordero de Dios del Apocalipsis, que degollado pero de pie sobre el altar de Dios era adorado e incensado. El Cordero degollado está vivo. Es Jesús que sigue presentando al Padre su propio y único sacrificio, en el que participamos nosotros. Es el Señor, que quiere unirse a nosotros en la santa Comunión.



De ahora en adelante, cuando vayas a la Misa y veas cómo elevan a Jesús y señalándole como el Cordero de Dios, no te distraigas y di con humilde fe: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme.” Amén.

P. Antonio Ofray

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