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Viernes 1 de
febrero de 2013 Fuente Aci Prensa
«Hemos conocido el
amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (1 Jn 4, 16)
Queridos hermanos y
hermanas:
La celebración de
la Cuaresma, en el marco del Año de la Fe, nos ofrece una ocasión preciosa para
meditar sobre la relación entre fe y caridad: entre creer en Dios, el Dios de
Jesucristo, y el amor, que es fruto de la acción del Espíritu Santo y nos guía
por un camino de entrega a Dios y a los demás.
1. La fe como
respuesta al amor de Dios
En mi primera
Encíclica expuse ya algunos elementos para comprender el estrecho vínculo entre
estas dos virtudes teologales, la fe y la caridad. Partiendo de la afirmación
fundamental del apóstol Juan: «Hemos conocido el amor que Dios nos tiene y
hemos creído en él» {1 Jn 4,16), recordaba que «no se comienza a ser cristiano
por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un
acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con
ello, una orientación decisiva... Y puesto que es Dios quien nos ha amado
primero (cf. 1 Jn 4,10), ahora el amor ya no es sólo un "mandamiento'',
sino la respuesta al don del amor, con el cual Dios viene a nuestro encuentro»
[Deus cantas est, 1). La fe constituye la adhesión personal –que incluye todas
nuestras facultades– a la revelación del amor gratuito y «apasionado» que Dios
tiene por nosotros y que se manifiesta plenamente en Jesucristo. El encuentro con
Dios Amor no sólo comprende el corazón, sino también el entendimiento: «El
reconocimiento del Dios vivo es una vía hacia el amor, y el sí de nuestra
voluntad a la suya abarca entendimiento, voluntad y sentimiento en el acto
único del amor.
Sin embargo, éste
es un proceso que siempre está en camino: el amor nunca se da por
"concluido" y completado» {ibídem, 17). De aquí deriva para todos los
cristianos y, en particular, para los «agentes de la caridad», la necesidad de
la fe, del «encuentro con Dios en Cristo que suscite en ellos el amor y abra su
espíritu al otro, de modo que, para ellos, el amor al prójimo ya no sea un
mandamiento por así decir impuesto desde fuera, sino una consecuencia que se
desprende de su fe, la cual actúa por la caridad» (ib., 31a).
El cristiano es una
persona conquistada por el amor de Cristo y movido por este amor –«caritas
Christi urget nos» (2 Co 5,14) –, está abierto de modo profundo y concreto al
amor al prójimo (cf. ib., 33). Esta actitud nace ante todo de la conciencia de
que el Señor nos ama, nos perdona, incluso nos sirve, se inclina a lavar los
pies de los apóstoles y se entrega a sí mismo en la cruz para atraer a la
humanidad al amor de Dios.
«La fe nos muestra
a Dios que nos ha dado a su Hijo y así suscita en nosotros la firme certeza de
que realmente es verdad que Dios es amor... La fe, que hace tomar conciencia
del amor de Dios revelado en el corazón traspasado de Jesús en la cruz, suscita
a su vez el amor. El amor es una luz -en el fondo la única- que ilumina constantemente
a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir y actuar» (ib., 39). Todo esto
nos lleva a comprender que la principal actitud característica de los
cristianos es precisamente «el amor fundado en la fe y plasmado por ella» (ib.,
7).
2. La caridad como
vida en la fe
Toda la vida
cristiana consiste en responder al amor de Dios. La primera respuesta es
precisamente la fe, acoger llenos de estupor y gratitud una inaudita iniciativa
divina que nos precede y nos reclama. Y el «sí» de la fe marca el comienzo de
una luminosa historia de amistad con el Señor, que llena toda nuestra
existencia y le da pleno sentido.
Sin embargo, Dios
no se contenta con que nosotros aceptemos su amor gratuito. No se limita a
amarnos, quiere atraernos hacia sí, transformarnos de un modo tan profundo que
podamos decir con san Pablo: ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí (cf. Ga
2,20).
Cuando dejamos
espacio al amor de Dios, nos hace semejantes a él, partícipes de su misma
caridad.
Abrirnos a su amor
significa dejar que él viva en nosotros y nos lleve a amar con él, en él y como
él; sólo entonces nuestra fe llega verdaderamente «a actuar por la caridad» (Ga
5,6) y él mora en nosotros (cf. 1 Jn 4,12).
La fe es conocer la
verdad y adherirse a ella (cf. 1 Tm 2,4); la caridad es «caminar» en la verdad
(cf. Ef 4,15). Con la fe se entra en la amistad con el Señor; con la caridad se
vive y se cultiva esta amistad (cf. Jn 15,14s). La fe nos hace acoger el
mandamiento del Señor y Maestro; la caridad nos da la dicha de ponerlo en
práctica (cf. Jn 13,13-17).
En la fe somos
engendrados como hijos de Dios (cf. Jn 1,12s); la caridad nos hace perseverar
concretamente en este vínculo divino y dar el fruto del Espíritu Santo (cf. Ga
5,22). La fe nos lleva a reconocer los dones que el Dios bueno y generoso nos
encomienda; la caridad hace que fructifiquen (cf. Mt 25,14-30).
3. El lazo
indisoluble entre fe y caridad
A la luz de cuánto
hemos dicho, resulta claro que nunca podemos separar, o incluso oponer, fe y
caridad. Estas dos virtudes teologales están íntimamente unidas por lo que es
equivocado ver en ellas un contraste o una «dialéctica».
Por un lado, en
efecto, representa una limitación la actitud de quien hace fuerte hincapié en
la prioridad y el carácter decisivo de la fe, subestimando y casi despreciando
las obras concretas de caridad y reduciéndolas a un humanitarismo genérico. Por
otro, sin embargo, también es limitado sostener una supremacía exagerada de la
caridad y de su laboriosidad, pensando que las obras puedan sustituir a la fe.
Para una vida espiritual sana es necesario rehuir tanto el fideísmo como el
activismo moralista.
La existencia
cristiana consiste en un continuo subir al monte del encuentro con Dios para
después volver a bajar, trayendo el amor y la fuerza que derivan de éste, a fin
de servir a nuestros hermanos y hermanas con el mismo amor de Dios.
En la Sagrada
Escritura vemos que el celo de los apóstoles en el anuncio del Evangelio que
suscita la fe está estrechamente vinculado a la solicitud caritativa respecto
al servicio de los pobres (cf. Hch 6,1-4). En la Iglesia, contemplación y
acción, simbolizadas de alguna manera por las figuras evangélicas de las
hermanas Marta y María, deben coexistir e integrarse (cf. Le 10,38-42).
La prioridad
corresponde siempre a la relación con Dios y el verdadero compartir evangélico
debe estar arraigado en la fe (cf. Audiencia general 25 abril 2012). A veces,
de hecho, se tiene la tendencia a reducir el término «caridad» a la solidaridad
o a la simple ayuda humanitaria.
En cambio, es
importante recordar que la mayor obra de caridad es precisamente la
evangelización, es decir, el «servicio de la Palabra». Ninguna acción es más
benéfica y, por tanto, caritativa hacia el prójimo que partir el pan de la
Palabra de Dios, hacerle partícipe de la Buena Nueva del Evangelio,
introducirlo en la relación con Dios: la evangelización es la promoción más
alta e integral de la persona humana.
Como escribe el
siervo de Dios el Papa Pablo VI en la Encíclica Populorum progressio, es el
anuncio de Cristo el primer y principal factor de desarrollo (cf. n. 16). La
verdad originaria del amor de Dios por nosotros, vivida y anunciada, abre
nuestra existencia a aceptar este amor haciendo posible el desarrollo integral
de la humanidad y de cada hombre (cf. Cantas en veritate, 8).
En definitiva, todo
parte del amor y tiende al amor. Conocemos el amor gratuito de Dios mediante el
anuncio del Evangelio. Si lo acogemos con fe, recibimos el primer contacto
–indispensable– con lo divino, capaz de hacernos «enamorar del Amor», para
después vivir y crecer en este Amor y comunicarlo con alegría a los demás.
A propósito de la
relación entre fe y obras de caridad, unas palabras de la Carta de San Pablo a
los Efesios resumen quizá muy bien su correlación: «Pues habéis sido salvados
por la gracia mediante la fe; y esto no viene de vosotros, sino que es un don
de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe. En efecto,
hechura suya somos: creados en Cristo Jesús, en orden a las buenas obras que de
antemano dispuso Dios que practicáramos» (2,8-10).
Aquí se percibe que
toda la iniciativa salvífica viene de Dios, de su gracia, de su perdón acogido
en la fe; pero esta iniciativa, lejos de limitar nuestra libertad y nuestra
responsabilidad, más bien hace que sean auténticas y las orienta hacia las
obras de la caridad.
Éstas no son
principalmente fruto del esfuerzo humano, del cual gloriarse, sino que nacen de
la fe, brotan de la gracia que Dios concede abundantemente. Una fe sin obras es
como un árbol sin frutos: estas dos virtudes se necesitan recíprocamente.
La Cuaresma, con
las tradicionales indicaciones para la vida cristiana, nos invita precisamente
a alimentar la fe a través de una escucha más atenta y prolongada de la Palabra
de Dios y la participación en los sacramentos y, al mismo tiempo, a crecer en
la caridad, en el amor a Dios y al prójimo, también a través de las indicaciones
concretas del ayuno, de la penitencia y de la limosna.
4. Prioridad de la
fe, primado de la caridad
Como todo don de
Dios, fe y caridad se atribuyen a la acción del único Espíritu Santo (cf. 1 Co
13), ese Espíritu que grita en nosotros «¡Abbá, Padre!» (Ga 4,6), y que nos
hace decir «¡Jesús es el Señor!» (1 Co 12,3) y «¡Maranatha!» (1 Co 16,22; Ap
22,20).
La fe, don y
respuesta, nos da a conocer la verdad de Cristo como Amor encarnado y
crucificado, adhesión plena y perfecta a la voluntad del Padre e infinita
misericordia divina para con el prójimo; la fe graba en el corazón y la mente
la firme convicción de que precisamente este Amor es la única realidad que
vence el mal y la muerte. La fe nos invita a mirar hacia el futuro con la
virtud de la esperanza, esperando confiadamente que la victoria del amor de
Cristo alcance su plenitud.
Por su parte, la
caridad nos hace entrar en el amor de Dios que se manifiesta en Cristo, nos
hace adherir de modo personal y existencial a la entrega total y sin reservas
de Jesús al Padre y a sus hermanos. Infundiendo en nosotros la caridad, el
Espíritu Santo nos hace partícipes de la abnegación propia de Jesús: filial
para con Dios y fraterna para con todo hombre (cf. Rm 5,5).
La relación entre
estas dos virtudes es análoga a la que existe entre dos sacramentos
fundamentales de la Iglesia: el bautismo y la Eucaristía. El bautismo
(sacramentum fidei) precede a la Eucaristía (sacramentum caritatis), pero está
orientado a ella, que constituye la plenitud del camino cristiano.
Análogamente, la fe
precede a la caridad, pero se revela germina sólo si culmina en ella. Todo
parte de la humilde aceptación de la fe («saber que Dios nos ama»), pero debe
llegar a la verdad de la caridad («saber amar a Dios y al prójimo»), que
permanece para siempre, como cumplimiento de todas las virtudes (cf. 1 Co
13,13).
Queridos hermanos y
hermanas, en este tiempo de Cuaresma, durante el cual nos preparamos a celebrar
el acontecimiento de la cruz y la resurrección, mediante el cual el amor de
Dios redimió al mundo e iluminó la historia, os deseo a todos que viváis este
tiempo precioso reavivando la fe en Jesucristo, para entrar en su mismo
torrente de amor por el Padre y por cada hermano y hermana que encontramos en
nuestra vida. Por esto, elevo mi oración a Dios, a la vez que invoco sobre cada
uno y cada comunidad la Bendición del Señor.
Vaticano, 15 de octubre de 2012
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