EXHORTACIÓN
APOSTÓLICA
POSTSINODAL ECCLESIA IN MEDIO ORIENTEDEL SANTO PADRE BENEDICTO XVIA LOS PATRIARCAS, A LOS OBISPOS, AL CLERO, A LAS PERSONAS CONSAGRADAS Y A LOS FIELES LAICOS SOBRE LA IGLESIA EN ORIENTE MEDIO, COMUNIÓN Y TESTIMONIO
1. La Iglesia en Oriente Medio, que desde los albores de la fe cristiana
peregrina en esta tierra bendita, continúa hoy su testimonio con valentía, fruto
de una vida de comunión con Dios y con el prójimo. Comunión y testimonio.
En efecto, esta es la convicción que ha animado a la Asamblea
Especial del Sínodo de los Obispos para Oriente Medio, reunida en torno al
Sucesor de Pedro del 10 al 24 de octubre de 2010, sobre el tema: La Iglesia
católica en Oriente Medio, comunión y testimonio. «El grupo de los creyentes
tenía un solo corazón y una sola alma» (Hch 4,32).
2. En los comienzos de este tercer milenio, deseo encomendar esta convicción,
cuya fuerza se funda en Jesucristo, a la solicitud pastoral de todos los
pastores de la Iglesia una, santa, católica y apostólica y, más en particular, a
los Venerables Hermanos, los Patriarcas, Arzobispos y Obispos que, en unión con
el Obispo de Roma, velan juntos sobre la Iglesia católica en Oriente Medio. En
esta región hay fieles nativos pertenecientes a las venerables Iglesias
orientales católicas sui iuris: la Iglesia patriarcal de Alejandría de
los coptos, las tres Iglesias patriarcales de Antioquía de los greco-melquitas,
de los sirios y de los maronitas, el Patriarcado de Babilonia de los caldeos y
la de Cilicia de los armenios. Hay también obispos, sacerdotes y fieles que
pertenecen a la Iglesia latina. Y, además, hay sacerdotes y fieles venidos de la
India, de los Arzobispados mayores de Ernakulam-Angamaly de los sirio-malabares
y de Trivandrum de los sirio-malankares, así como de otras iglesias orientales y
latinas de Asia y Europa del Este, y muchos fieles de Etiopía y Eritrea. En su
conjunto, dan testimonio de la unidad de la fe en la diversidad de sus
tradiciones. También quiero encomendar esta convicción a todos los sacerdotes,
religiosos y religiosas, y fieles laicos de Oriente Medio, con la certeza de que
ella animará el ministerio y apostolado de cada uno en su respectiva iglesia,
según el carisma que el Espíritu le haya otorgado para la edificación de
todos.
3. Por lo que respecta a la fe cristiana, la «comunión es la vida misma de
Dios que se comunica en el Espíritu Santo, mediante Jesucristo»[1]. Es un don de Dios que interpela nuestra libertad y espera
nuestra respuesta. Precisamente por su origen divino, la comunión tiene una
dimensión universal. Aun cuando atañe de manera imperativa a los cristianos, en
razón de su fe apostólica común, no deja de estar menos abierta para nuestros
hermanos judíos y musulmanes, y para todos aquellos que, de diversas formas,
están también ordenados al Pueblo de Dios. La Iglesia católica en Oriente Medio
sabe que no puede manifestar plenamente esta comunión en el plano ecuménico e
interreligioso si no la reaviva ante todo en ella misma, en el seno de cada una
de sus Iglesias, entre todos sus miembros: patriarcas, obispos, sacerdotes,
personas consagradas y laicos. La profundización de la vida de fe personal y de
renovación espiritual interna de la Iglesia católica permitirá la plenitud de
vida de gracia y la teosis (divinización)[2]. Así se dará credibilidad al testimonio.
4. El ejemplo de la primera comunidad de Jerusalén puede servir de modelo
para la renovación de la comunidad cristiana actual, con el fin de crear un
espacio de comunión para el testimonio. En efecto, los Hechos de los Apóstoles,
ofrecen una primera descripción, simple y profunda, de aquella comunidad nacida
el día de Pentecostés: un grupo de creyentes que tenía un solo corazón y una
sola alma (cf. 4,32). Hay desde el comienzo un vínculo fundamental entre la fe
en Jesús y la comunión eclesial, indicado por los dos términos intercambiables:
un solo corazón y una sola alma. Así pues, la comunión no es el resultado de un
artificio humano. Se obtiene ante todo por la fuerza del Espíritu Santo, que
crea en nosotros la fe que actúa por el amor (cf. Ga 5,6).
5. Según los Hechos, la unidad de los creyentes se reconocía porque
«perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles, en la comunión, en la fracción
del pan y en las oraciones» (2,42). La unidad de los creyentes se alimenta,
pues, de la enseñanza de los Apóstoles (el anuncio de la Palabra de Dios) a la
que ellos responden con una fe unánime, de la comunión fraterna (el servicio de
la caridad), de la fracción del pan (la Eucaristía y el conjunto de los
sacramentos) y de la oración personal y comunitaria. Estos son los cuatro
pilares sobre los que se fundan la comunión y el testimonio en el seno de la
primera comunidad de los creyentes. Que la Iglesia, presente sin interrupción en
Oriente Medio desde los tiempos apostólicos hasta nuestros días, encuentre en el
ejemplo de esta comunidad los recursos necesarios para mantener viva en ella la
memoria y el dinamismo apostólico de los orígenes.
6. Los participantes en la Asamblea sinodal han experimentado la unidad en el
seno de la Iglesia católica, dentro de la gran variedad de factores geográficos,
religiosos, culturales y sociopolíticos. La fe común se vive y se despliega de
forma admirable en la diversidad de sus expresiones teológicas, espirituales,
litúrgicas y canónicas. Al igual que mis predecesores en la Sede de Pedro,
renuevo aquí mi voluntad de que «se conserven religiosamente y se promuevan los
ritos de las Iglesias orientales, cual patrimonio de la Iglesia universal de
Cristo, patrimonio en el que resplandece la tradición que proviene de los
Apóstoles a través de los Padres y que afirma la unidad divina de la fe católica
en la variedad»[3], asegurando a mis hermanos
latinos mi afecto, atento a sus necesidades y requerimientos, según el
mandamiento de la caridad que lo preside todo, y de acuerdo con las normas del
derecho.
«En todo momento damos gracias a Dios por todos vosotros
y os tenemos presentes en nuestras oraciones» (1 Ts 1,2)
7. Con esta acción de gracias de san Pablo, deseo saludar a los cristianos
que viven en Oriente Medio, asegurándoles mi oración ferviente y constante. La
Iglesia católica, y con ella toda la comunidad cristiana, no los olvida y
reconoce con gratitud su noble y antigua contribución a la edificación del
Cuerpo de Cristo. Les agradece su fidelidad y les renueva su afecto.
El contexto
8. Recuerdo con emoción mis viajes a Oriente Medio. Tierra elegida por Dios
de una manera especial, fue hollada por los patriarcas y los profetas. Ella hizo
de escriño para la encarnación del Mesías, vio alzarse la cruz del Salvador y
fue testigo de la resurrección del Redentor y de la efusión del Espíritu Santo.
La recorrieron los Apóstoles, los santos y muchos Padres de la Iglesia, siendo
el crisol de las primeras formulaciones dogmáticas. Sin embargo, esta tierra
bendita, y los pueblos que la habitan, experimenta de forma dramática las
convulsiones humanas. ¡Cuántas muertes, cuántas vidas destrozadas por la ceguera
humana, cuántos miedos y humillaciones! Parece como si, entre los hijos de Adán
y Eva, creados a imagen de Dios (cf. Gn 1,27), el crimen de Caín no
hubiera acabado (cf. Gn 4,6-10; 1 Jn 3,8-15). El pecado de Adán,
consolidado por la culpa de Caín, no cesa de producir todavía hoy cardos y
espinas (cf. Gn 3,18). ¡Qué triste es ver a esta tierra bendita sufrir en
sus hijos, que se desgarran con saña y mueren! Los cristianos sabemos que sólo
Jesús, habiendo pasado por la tribulación y la muerte para resucitar, puede
traer la salvación y la paz a todos los habitantes de esta región del mundo (cf.
Hch 2,23-24; 32-33). Y es a él sólo, a Cristo, el Hijo de Dios, a quien
proclamamos. Arrepintámonos, pues, y convirtámonos «para que se borren nuestros
pecados; para que vengan tiempos de consuelo de parte de Dios» (Hch
3,19-20a).
9. Según las santas Escrituras, la paz no es sólo un pacto o un tratado que
favorece una vida tranquila, y su definición no se puede reducir a la simple
ausencia de guerra. Según su etimología hebrea, la paz comporta: ser completa,
estar intacta, terminar algo para restablecer la integridad. Es el estado del
hombre que vive en armonía con Dios, consigo mismo, con su prójimo y con la
naturaleza. Antes de ser algo exterior, la paz es interior. Es una bendición. Es
el deseo de una realidad. La paz es tan deseable que en Oriente Medio se ha
convertido en un saludo (cf. Jn 20,19; 1 P 5,14). La paz es
justicia (cf. Is 32,17), y Santiago añade en su carta: «El fruto de la
justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz» (3,18). La lucha
profética y la reflexión sapiencial eran un combate y un requisito con vistas a
la paz escatológica. Esta es la paz auténtica en Dios, a la que Cristo nos
lleva. Es la única puerta (cf. Jn 10,9). La única puerta que los
cristianos quieren cruzar.
10. El hombre que busca el bien, sólo comenzando él mismo a convertirse a
Dios, a vivir el perdón en su entorno y en la comunidad, puede responder a la
invitación de Cristo a hacerse «hijo de Dios» (cf. Mt 5,9). Únicamente el
humilde podrá gustar las delicias de una paz insondable (cf. Sal 37,11).
Al inaugurar para nosotros la comunión con Dios, Jesús crea la verdadera
hermandad, la fraternidad no desfigurada por el pecado[4]. «Él es nuestra paz: el que de los dos pueblos ha hecho
uno, derribando en su carne el muro que los separaba: la hostilidad» (Ef
2,14). El cristiano sabe que la política terrena de la paz sólo será eficaz si
la justicia en Dios y entre los hombres es su auténtica base, y si esta misma
justicia lucha contra el pecado que está en el origen de la división. Por eso,
la Iglesia quiere superar toda distinción de raza, sexo y nivel social (cf.
Ga 3,28; Col 3,11), sabiendo que todos son uno en Cristo, que es
todo en todos. Esta es también la razón por la que la Iglesia apoya y anima todo
empeño por la paz en el mundo, y en Oriente Medio en particular. No escatima
esfuerzo alguno para ayudar a los hombres a vivir en paz y favorece también el
marco jurídico internacional que la consolida. Es sobradamente conocida la
posición de la Santa Sede sobre los diversos conflictos que afligen
dramáticamente a la región y sobre el status de Jerusalén y los santos
lugares[5]. Pero la Iglesia no olvida que,
por encima de todo, la paz es un fruto del Espíritu (Ga 5,22) que nunca
debemos dejar de pedir a Dios (cf. Mt 7,78).
La vía cristiana y ecuménica
11. Dios ha permitido el desarrollo de su Iglesia en este contexto
constrictivo, inestable y actualmente propenso a la violencia. Ella vive en él
dentro de una notable multiplicidad. Junto con la Iglesia católica, en Oriente
Medio están presentes numerosas y venerables Iglesias, a las que se añaden
comunidades eclesiales de origen más reciente. Este mosaico requiere un esfuerzo
importante y continuo por favorecer la unidad, dentro de las respectivas
riquezas, con el fin de reforzar la credibilidad del anuncio del Evangelio y del
testimonio cristiano[6]. La unidad es un don
de Dios, que nace del Espíritu, y es preciso hacer crecer con perseverante
paciencia (cf. 1 P 3,8-9). Sabemos que, cuando las divisiones nos
contraponen, existe la tentación de recurrir sólo a criterios humanos, olvidando
los sabios consejos de san Pablo (cf. 1 Co 6,7-8). Él nos exhorta:
«Esforzaos en mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz»
(Ef 4,3). La fe es el centro y el fruto del verdadero ecumenismo[7]. Esto es lo que se ha de comenzar a
profundizar. La unidad surge de la oración perseverante y la conversión, que
hace vivir a cada uno según la verdad y en la caridad (cf. Ef 4,15-16).
El Concilio Vaticano II ha alentado este «ecumenismo espiritual», que es el alma
del auténtico ecumenismo[8]. La situación en
Oriente Medio es en sí misma un llamamiento urgente a la santidad de vida. Los
martirologios enseñan que los santos y los mártires, de cualquier pertenencia
eclesial, han sido – y algunos lo son todavía – testigos vivos de esta unidad
sin fronteras en Cristo glorioso, anticipando nuestro «estar reunidos» como
pueblo finalmente reconciliado en él[9]. Por
eso se ha de consolidar, aun dentro de la Iglesia católica, la comunión que da
testimonio del amor de Cristo.
12. Basados en las indicaciones del Directorio ecuménico[10], los fieles católicos pueden promover el
ecumenismo espiritual en las parroquias, monasterios y conventos, en las
instituciones escolares y universitarias, y en los seminarios. Los pastores se
cuidarán de acostumbrar a los fieles a ser testigos de la comunión en todos los
ámbitos de su vida. Ciertamente, esta comunión no es una confusión. El
testimonio auténtico comporta el reconocimiento y el respeto por el otro, la
disposición para el diálogo en la verdad, la paciencia como una dimensión del
amor, la sencillez y la humildad de quien se reconoce pecador ante Dios y el
prójimo, la capacidad de perdón, de reconciliación y purificación de la memoria,
tanto en el plano personal como comunitario.
13. Aliento el cometido de los teólogos que trabajan incansablemente por la
unidad, y saludo las actividades de las comisiones ecuménicas locales que
existen en los diferentes niveles, así como la actividad de las distintas
comunidades que rezan y se esfuerzan en favor de la unidad tan deseada,
promoviendo la amistad y la fraternidad. En fidelidad a los orígenes de la
Iglesia y a sus tradiciones vivas, es importante también que se hable con una
sola voz sobre las grandes cuestiones morales a propósito de la verdad humana,
la familia, la sexualidad, la bioética, la libertad, la justicia y la paz.
14. Por otra parte, existe ya un «ecumenismo diaconal» en el campo de la
caridad y la educación entre los cristianos de las diversas Iglesias y
Comunidades eclesiales. Y el Consejo de las Iglesias de Oriente Medio, que
agrupa a las Iglesias de diferentes tradiciones cristianas de la región, es un
buen foro para que el diálogo pueda desenvolverse con amor y respeto
recíproco.
15. El Concilio Vaticano II indica que, para ser eficaz, el camino ecuménico
ha de recorrerse «principalmente con la oración, con el ejemplo de vida, con la
escrupulosa fidelidad a las antiguas tradiciones orientales, con un mejor
conocimiento mutuo, con la colaboración y estima fraterna de las cosas y de los
espíritus»[11]. Sobre todo, será
conveniente que todos se dirijan aún más hacia Cristo mismo. Jesús une a quienes
creen en él y le aman, entregándoles el Espíritu de su Padre, así como el de
María, su madre (cf. Jn 14,6; 16,7; 19,27). Este dúplice don, cada uno de
diferente entidad, puede ayudar mucho y merece una mayor atención por parte de
todos.
16. El amor común a Cristo «que no cometió pecado ni encontraron engaño en su
boca» (1 P 2,22) y el «vínculo estrechísimo»[12] que nos une a las Iglesias orientales que no están en
plena comunión con la Iglesia Católica, urgen al diálogo y a la unidad. En
varios casos, los católicos están unidos a las Iglesias de Oriente que no están
en plena comunión en virtud de los comunes orígenes religiosos. Para una
renovada pastoral ecuménica, con vistas a un testimonio común, es útil entender
bien la apertura conciliar hacia una cierta communicatio in sacris
respecto a los sacramentos de la penitencia, la eucaristía y la unción de los
enfermos[13], que no sólo es posible, sino
que puede ser aconsejable en algunas circunstancias favorables, de acuerdo con
normas precisas y la aprobación de las autoridades eclesiásticas[14]. Los matrimonios entre fieles católicos y
ortodoxos son numerosos y requieren una atención ecuménica especial[15]. Aliento a los obispos y a los eparcas a
aplicar, en la medida de lo posible, y allí donde los halla, los acuerdos
pastorales para promover, poco a poco, una pastoral ecuménica de conjunto.
17. La unidad ecuménica no es la uniformidad de las tradiciones y las
celebraciones. Pero estoy seguro de que, para empezar, y con la ayuda de Dios,
se podría llegar a acuerdos para una traducción común de la Oración del Señor,
el Padre Nuestro, en las lenguas vernáculas de la región, allí donde sea
necesario[16]. Al orar juntos con las
mismas palabras, los cristianos reconocerán sus raíces comunes en la única fe
apostólica, en la que se funda la búsqueda de la plena comunión. Por otra parte,
la profundización común del estudio de los Padres orientales y latinos, así como
de las respectivas tradiciones espirituales, también podría ayudar mucho en la
correcta aplicación de las normas canónicas que regulan esta materia.
18. Invito a los católicos de Oriente Medio a cultivar las relaciones con los
fieles de las diferentes Comunidades eclesiales de la región. Hay diferentes
iniciativas conjuntas posibles. Por ejemplo, el leer juntos la Biblia, así como
difundirla, podría abrir este camino. Además, se podrían desarrollar e
intensificar también colaboraciones particularmente fecundas en el campo de las
actividades caritativas y de la promoción de los valores y de la vida humana, de
la justicia y de la paz. Todo esto contribuirá a una mejor comprensión mutua y a
la creación de un clima de estima, que son condiciones esenciales para promover
la fraternidad.
El diálogo interreligioso
19. La naturaleza y la vocación universal de la Iglesia exige que esté en
diálogo con los miembros de otras religiones. En Oriente Medio, este diálogo se
funda en los lazos espirituales e históricos que unen los cristianos a judíos y
musulmanes. Este diálogo, que no obedece principalmente a consideraciones
pragmáticas de orden político o social, se basa ante todo en los fundamentos
teológicos que interpelan la fe. Provienen de las santas Escrituras y están
claramente definidos en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen
gentium, y en la Declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las
religiones no cristianas, Nostra
Aetate [17]. Judíos, cristianos y
musulmanes, creen en un Dios único, creador de todos los hombres. Que judíos,
cristianos y musulmanes redescubran uno de los deseos divinos, el de la unidad y
la armonía de la familia humana. Que judíos, cristianos y musulmanes descubran
en el otro creyente a un hermano que se ha de respetar y amar, en primer
lugar para dar en sus tierras el hermoso testimonio de la serenidad y la
convivencia entre los hijos de Abraham. El reconocimiento de un Dios Uno, en vez
de ser instrumentalizado en los reiterados e injustificables conflictos, para un
verdadero creyente –si lo vive con un corazón puro– puede contribuir
poderosamente a la paz en la región y a la cohabitación respetuosa de sus
habitantes.
20. Son muchos y profundos los vínculos entre cristianos y judíos. Ambos
están anclados en un precioso patrimonio espiritual común. Ciertamente,
comparten la creencia en un Dios único, creador, que se revela y se alía con el
hombre para siempre, y que por amor desea la redención. También tienen la
Biblia, que en gran parte es común para judíos y cristianos. Para unos y para
otros, es «Palabra de Dios». El común recurso a la Escritura nos acerca. Por
otra parte, Jesús, un hijo del pueblo elegido, nació, vivió y murió como judío
(cf. Rm 9,4-5). También María, su madre, nos invita a redescubrir las
raíces judías del cristianismo. Estos estrechos lazos son un bien único, del que
todos los cristianos se sienten orgullosos y deudores al pueblo elegido. Pero
aunque el carácter judío del «Nazareno» permite a los cristianos saborear
gozosos el mundo de la promesa y los introduce de manera decisiva en la fe del
pueblo elegido uniéndolos a él, la persona y la identidad profunda de este mismo
Jesús los separa, puesto que los cristianos reconocen en él al Mesías, el Hijo
de Dios.
21. Conviene que los cristianos sean más conscientes de la profundidad del
misterio de la encarnación, para amar a Dios con todo su corazón, con toda su
alma y con toda su fuerza (cf. Dt 6,5). Cristo, el Hijo de Dios, se hizo
carne en un pueblo, en una tradición de fe y en una cultura, cuyo conocimiento
no puede sino enriquecer la comprensión de la fe cristiana. Los cristianos han
acrecentado este conocimiento por la aportación específica dada por Cristo mismo
con su muerte y resurrección (cf. Lc 24,26). Pero han de ser siempre
conscientes y estar agradecidos de sus raíces. Pues, para que el injerto en el
árbol antiguo pueda prosperar (cf. Rm 11,17-18), necesita la savia que
viene de las raíces.
22. Las relaciones entre las dos comunidades creyentes han estado marcadas
por la historia y por las pasiones humanas. Ha habido numerosas y reiteradas
incomprensiones y desconfianzas recíprocas. Las persecuciones insidiosas o
violentas del pasado son inexcusables y merecedoras de una neta condena. Sin
embargo, a pesar de estas tristes situaciones, las aportaciones mutuas a través
de los siglos han sido tan fecundas que han contribuido al nacimiento y
florecimiento de una civilización y de una cultura conocida como
judeo-cristiana. Es como si estos dos mundos, que se declaran diferentes y
contrarios por diversos motivos, hubieran decidido unir sus fuerzas para ofrecer
a la humanidad una aleación noble. Estos lazos, que unen y separan al mismo
tiempo a judíos y cristianos, les deben abrir a una nueva responsabilidad de
unos respecto a otros, de unos con otros[18]. Pues los dos pueblos han recibido la misma bendición, y
las promesas de eternidad que permiten avanzar con confianza hacia la
fraternidad.
23. La Iglesia católica, fiel a la enseñanza del Concilio Vaticano II, mira
con estima a los musulmanes que ofrecen un culto a Dios, especialmente mediante
la oración, la limosna y el ayuno; que veneran a Jesús como un profeta, aunque
sin reconocer su divinidad, y que honran a María, su Madre virginal. Sabemos que
el encuentro del islam y el cristianismo ha tomado a menudo la forma de
controversia doctrinal. Lamentablemente, estas diferencias doctrinales han
servido de pretexto a los unos y a los otros para justificar, en nombre de la
religión, prácticas de intolerancia, discriminación, marginación e incluso de
persecución[19].
24. A pesar de esta constatación, los cristianos comparten con los musulmanes
la misma vida cotidiana en Oriente Medio, donde su presencia no es nueva ni
accidental, sino histórica. Al formar parte integral de Oriente Medio, han
desarrollado a lo largo de los siglos un tipo de relación con su entorno que
puede servir de lección. Se han dejado interpelar por la religiosidad de los
musulmanes, y han continuado, según sus medios y en la medida de lo posible,
viviendo y promoviendo los valores del Evangelio en la cultura circunstante. El
resultado es una simbiosis peculiar. Por tanto, es justo reconocer la aportación
judía, cristiana y musulmana a la formación de una rica cultura, propia de
Oriente Medio[20].
25. Los católicos de Oriente Medio, la mayoría de los cuales son ciudadanos
nativos de su país, tienen el deber y el derecho de participar plenamente en la
vida nacional, trabajando en la construcción de su patria. Han de gozar de la
plena ciudadanía, y no ser tratados como ciudadanos o creyentes de segunda
clase. Al igual que en el pasado, cuando, como pioneros del renacimiento árabe,
eran parte integrante de la vida cultural, económica y científica de las
distintas civilizaciones de la región, desean compartir hoy, como entonces y
siempre, sus experiencias con los musulmanes, aportando su contribución
específica. A causa de Jesús, los cristianos son sensibles a la dignidad de la
persona humana y a la libertad religiosa que de ella se deriva. Por amor a Dios
y a la humanidad, glorificando así la doble naturaleza de Cristo, y por el
sentido de la vida eterna, los cristianos han construido escuelas, hospitales e
instituciones de todo tipo, donde se acoge a todos sin discriminación alguna
(cf. Mt 25,3ss). Por estas razones, los cristianos prestan una atención
especial a los derechos fundamentales de la persona humana. No es justo, pues,
afirmar que estos derechos son sólo derechos cristianos del hombre. Son
simplemente derechos exigidos por la dignidad de toda persona humana y de todo
ciudadano, cualquiera que sea su origen, convicción religiosa y opción
política.
26. La libertad religiosa es la cima de todas las libertades. Es un derecho
sagrado e inalienable. Abarca tanto la libertad individual como colectiva de
seguir la propia conciencia en materia religiosa como la libertad de culto.
Incluye la libertad de elegir la religión que se estima verdadera y de
manifestar públicamente la propia creencia[21]. Ha de ser posible profesar y manifestar libremente la
propia religión y sus símbolos, sin poner en peligro la vida y la libertad
personal. La libertad religiosa hunde sus raíces en la dignidad de la persona;
garantiza la libertad moral y favorece el respeto mutuo. Los judíos, que han
sufrido desde hace mucho tiempo hostilidades, con frecuencia mortales, no pueden
olvidar los beneficios de la libertad religiosa. Los musulmanes, por su parte,
comparten con los cristianos la convicción de que no está permitida coacción
alguna en materia religiosa, y menos aún con la fuerza. Esta coacción, que puede
adoptar formas múltiples e insidiosas en el plano personal y social, cultural,
administrativo y político, es contraria a la voluntad de Dios. Es una fuente de
instrumentalización político-religiosa, de discriminación y violencia, que puede
conducir a la muerte. Dios quiere la vida, no la muerte. Prohíbe el homicidio, e
incluso dar muerte al asesino (cf. Gn 4,15-16; 9,5-6; Ex
20,13).
27. La tolerancia religiosa existe en numerosos países, pero no implica
mucho, pues queda limitada en su campo de acción. Es preciso pasar de la
tolerancia a la libertad religiosa. Este paso no es una puerta abierta al
relativismo, como algunos sostienen. Y tampoco una medida que abre una fisura en
el creer, sino una reconsideración de la relación antropológica con la religión
y con Dios. No es un atentado contra las «verdades fundantes» del creer, porque,
no obstante las divergencias humanas y religiosas, un destello de verdad ilumina
a todos los hombres[22]. Bien sabemos que,
fuera de Dios, la verdad no existe como un «en sí». Sería un ídolo. La verdad
sólo puede desarrollarse en la relación con el otro que se abre a Dios, el cual
quiere manifestar su propia alteridad en y a través de mis hermanos humanos. Por
tanto, no conviene afirmar de manera excluyente «yo poseo la verdad». La verdad
no es posesión de nadie, sino siempre un don que nos llama a un proceso que nos
asimile cada vez más profundamente a la verdad. La verdad sólo puede ser
conocida y vivida en la libertad; por eso, no podemos imponer la verdad al otro;
la verdad se desvela únicamente en el encuentro de amor.
28. El mundo entero fija su atención en Oriente Medio, que busca su camino.
Que esta región muestre cómo el vivir juntos no es una utopía, y que la
desconfianza y el prejuicio no son algo ineluctable. Las religiones pueden unir
sus esfuerzos para servir al bien común y contribuir al desarrollo de cada
persona y a la construcción de la sociedad. Los cristianos mediorientales viven
desde hace siglos el diálogo islámico-cristiano. Para ellos, éste es un diálogo
que forma parte de la vida cotidiana. Ellos conocen su riqueza y sus
limitaciones. Más recientemente, viven también el diálogo judeo-cristiano.
Existe igualmente desde hace mucho tiempo un diálogo bilateral o trilateral de
intelectuales o teólogos, judíos, cristianos y musulmanes. Es un laboratorio de
encuentros y también de estudios diversos que se ha de promover. A ello
contribuyen eficazmente también todos los diferentes institutos y centros
católicos –de filosofía, teología u otras materias– que nacieron tiempo atrás en
Oriente Medio, y que trabajan allí en condiciones a veces difíciles. Los saludo
cordialmente y les animo a continuar su obra de paz, sabiendo que es preciso
sostener todo aquello que combate la ignorancia fomentando el conocimiento. La
conjunción feliz entre el diálogo de la vida cotidiana con el de los
intelectuales o teólogos, contribuirá ciertamente, poco a poco, y con la ayuda
de Dios, a mejorar la convivencia judeo-cristiana, judeo-islámica y
cristiano-musulmana. Este es mi deseo y la intención por la que rezo.
Dos nuevas realidades
29. Al igual que en el resto del mundo, en Oriente Medio se perciben dos
realidades opuestas: la laicidad, con sus formas a veces extremas, y el
fundamentalismo violento, que pretende tener un origen religioso. Con gran
suspicacia, algunos responsables políticos y religiosos de Oriente Medio, de
todas las comunidades, consideran la laicidad como atea o inmoral. Es verdad que
la laicidad puede afirmar a veces de modo reductivo que la religión concierne
exclusivamente a la esfera privada, como si no fuera más que un culto individual
y doméstico, ajeno a la vida, a la ética, a la relación con el otro. En su
versión extrema e ideológica, la laicidad, convertida en laicismo, niega al
ciudadano la expresión pública de su religión y pretende que únicamente el
Estado legisle sobre su forma pública. Estas teorías son antiguas. No son
solamente occidentales y no se pueden confundir con el cristianismo. La sana
laicidad, por el contrario, significa liberar la religión del peso de la
política y enriquecer la política con las aportaciones de la religión,
manteniendo la distancia necesaria, la clara distinción y la colaboración
indispensable entre las dos. Ninguna sociedad puede desarrollarse sanamente sin
afirmar el respeto recíproco entre la política y la religión, evitando la
tentación constante de mezclarlas u oponerlas. La relación apropiada se basa,
ante todo, en la naturaleza del hombre, por tanto en una sana antropología, y en
el respeto absoluto de sus derechos inalienables. La toma de conciencia de esta
relación apropiada permite comprender que hay una especie de unidad-distinción
que debe caracterizar la relación entre lo espiritual (religioso) y lo temporal
(político), pues ambas dimensiones están llamadas, incluso con la necesaria
distinción, a cooperar armónicamente en la búsqueda del bien común. Dicha sana
laicidad garantiza que la política actúe sin instrumentalizar a la religión, y
que se pueda vivir libremente la religión sin el peso de políticas dictadas por
intereses, a veces poco conformes, y con frecuencia hasta contrarios a las
creencias religiosas. Por consiguiente, la sana laicidad (unidad-distinción) es
necesaria, más aún indispensable para las dos. El desafío que entraña la
relación entre lo político y lo religioso puede afrontarse con paciencia y
decisión mediante una adecuada formación humana y religiosa. Es preciso recordar
continuamente el lugar de Dios en la vida personal, familiar y civil, y el justo
lugar del hombre en el designio de Dios. Y, a este respecto, es preciso sobre
todo rezar más.
30. La incertidumbre económica y política, la habilidad manipuladora de
algunos y una deficiente comprensión de la religión, entre otros factores, son
el caldo de cultivo del fundamentalismo religioso. Éste afecta a todas las
comunidades religiosas y rechaza el vivir civilmente juntos. Quiere tomar, a
veces con violencia, el poder sobre la conciencia de cada uno y sobre la
religión por razones políticas. Hago un llamamiento apremiante a todos los
líderes religiosos, judíos, cristianos y musulmanes de la región, para que
traten de hacer todo lo posible, mediante su ejemplo y su enseñanza, por
erradicar esta amenaza, que acecha de manera indiscriminada y mortal a los
creyentes de todas las religiones. «Utilizar las palabras reveladas, las
sagradas Escrituras o el nombre de Dios para justificar nuestros intereses,
nuestras políticas tan fácilmente complacientes o nuestras violencias, es un
delito muy grave»[23].
Los emigrantes
31. La realidad de Oriente Medio es rica por su diversidad, pero con
demasiada frecuencia constrictiva e incluso violenta. Es una realidad que afecta
al conjunto de los habitantes de la región y en todos los aspectos de su vida.
Situados en una posición muchas veces delicada, los cristianos sienten de manera
especial, y a veces con cansancio y escasa esperanza, las consecuencias
negativas de estos conflictos e incertidumbres. A menudo se sienten humillados.
Saben también por experiencia que son víctimas designadas cuando hay
agitaciones. Después de haber participado activamente durante siglos en la
construcción de sus respectivas naciones, y contribuido a la formación de su
identidad y su prosperidad, numerosos cristianos buscan ambientes más
favorables, lugares de paz donde ellos y sus familias puedan vivir con dignidad
y seguridad, y espacios de libertad donde puedan expresar su fe sin estar
sujetos a tantas restricciones[24]. Esta
opción es desgarradora. Afecta gravemente a personas, familias e Iglesias.
Mutila a las naciones y contribuye al empobrecimiento humano, cultural y
religioso de Oriente Medio. Un Oriente Medio con pocos o sin cristianos ya no es
Oriente Medio, pues los cristianos participan con otros creyentes en la
identidad tan singular de la región. Los unos son responsables de los otros ante
Dios. Por ello es importante que los líderes políticos y religiosos comprendan
esta realidad y eviten una política o una estrategia que privilegie una sola
comunidad y que tienda hacia un Oriente Medio monocolor, que de ninguna manera
reflejaría su rica realidad humana e histórica.
32. Los Pastores de las Iglesias orientales católicas sui iuris
constatan con preocupación y pena que el número de sus fieles se reduce en sus
territorios tradicionalmente patriarcales y, desde hace algún tiempo, se ven
obligados a desarrollar una pastoral de la emigración[25]. Estoy seguro de que hacen todo lo posible para exhortar
a sus fieles a la esperanza, a permanecer en su país y a no vender sus bienes[26]. Les animo a seguir rodeando de afecto a
sus sacerdotes y fieles de la diáspora, invitándolos a mantenerse en estrecho
contacto con sus familias y sus Iglesias y, sobre todo, a perseverar fielmente
en su fe en Dios, por su identidad religiosa edificada sobre venerables
tradiciones espirituales[27]. Al conservar
esta pertenencia a Dios y a sus respectivas Iglesias, y cultivando un amor
profundo por sus hermanos y hermanas latinos, serán un gran beneficio para el
conjunto de la Iglesia católica. Por otra parte, exhorto a los pastores de las
circunscripciones eclesiásticas que acogen a los católicos orientales a
recibirlos con caridad y estima, como hermanos, así como a favorecer los lazos
de comunión entre los emigrantes y sus Iglesias de procedencia, y a darles la
oportunidad de celebrar según sus propias tradiciones y desarrollar actividades
pastorales y parroquiales allí donde sea posible[28].
33. La Iglesia latina en Oriente Medio, además de estar sufriendo una sangría
de muchos de sus fieles, experimenta otra situación diferente, debiendo afrontar
nuevos y numerosos retos pastorales. Sus pastores tienen que gestionar la
afluencia masiva y la presencia en los países económicamente fuertes de la
región de trabajadores de todo tipo, procedentes de África, el Extremo Oriente y
el subcontinente indio. Estas poblaciones, compuestas a menudo de hombres y
mujeres solos o de familias enteras, se enfrentan a una doble precariedad. Son
extranjeros en la tierra donde trabajan, y muchas veces se encuentran en
situaciones de discriminación e injusticia. El extranjero es objeto de la
atención de Dios y, por tanto, merece respeto. En el juicio final se tendrá en
cuenta cómo ha sido acogido (cf. Mt 25,35.43)[29] .
34. Explotadas y sin poder defenderse, con contrato de trabajo más o menos
limitado o legal, estas personas son a veces víctimas de transgresiones de las
leyes locales y las convenciones internacionales. Por otra parte, sufren fuertes
presiones y graves restricciones religiosas. Necesitan una delicada atención de
sus pastores. Animo a todos los fieles católicos y a todos los sacerdotes,
cualquiera que sea su Iglesia de pertenencia, a la comunión sincera y a la
cooperación pastoral con el obispo del lugar y, a éste, a una comprensión
paterna respecto a los fieles orientales. Mediante el trabajo conjunto y, sobre
todo, hablando con una sola voz, todos podrán vivir y celebrar su fe en esta
situación particular, enriqueciéndose con la diversidad de las tradiciones
espirituales, siempre manteniéndose en contacto con las comunidades cristianas
de origen. Invito también a los gobiernos de los países que reciben a estas
personas recién llegadas a respetar y defender sus derechos, a permitirles la
libre expresión de su fe, favoreciendo la libertad religiosa y la edificación de
lugares de culto. La libertad religiosa «podría ser objeto de diálogo entre los
cristianos y los musulmanes, diálogo cuya urgencia y utilidad ha sido ratificada
por los padres sinodales»[30].
35. Mientras algunos católicos nativos de Oriente Medio que, por necesidad,
hastío o desesperación, toman la dramática decisión de abandonar la tierra de
sus antepasados, de sus familias y de su comunidad de fe, otros, por el
contrario, llenos de esperanza, optan por permanecer en su país y en su
comunidad. Les animo a consolidar esta hermosa fidelidad y a continuar firmes en
la fe. Otros católicos, en fin, tomando una decisión tan desgarradora como la de
los cristianos de Oriente Medio que emigran, huyendo de la precariedad y con la
esperanza de tener un porvenir mejor, escogen países de la región para trabajar
y vivir.
36. Como Pastor de la Iglesia universal, me dirijo aquí a todos los fieles
católicos de la región, a los nativos y a los recién llegados, cuya proporción
se ha aproximado en los últimos años, porque para Dios, no hay más que un solo
pueblo y, para los creyentes, una sola fe. Esforzaos por vivir respetuosamente
unidos y en comunión fraterna unos con otros, en el amor y la estima mutua, para
testimoniar de manera convincente vuestra fe en la muerte y resurrección de
Cristo. Dios escuchará vuestra oración, bendecirá vuestro comportamiento y os
dará su Espíritu para hacer frente a la carga de cada día. Porque «donde está el
Espíritu del Señor, hay libertad» (2 Co 3,17). San Pedro escribió a los
creyentes que vivían situaciones similares unas palabras que os repito de buen
grado como exhortación: «¿Quién os va a tratar mal si vuestro empeño es el bien?
[...] No les tengáis miedo ni os amedrentéis. Más bien, glorificad a Cristo el
Señor en vuestros corazones, dispuestos siempre para dar explicación a todo el
que os pida una razón de vuestra esperanza» (1 P 3,13-15).
«El grupo de los creyentes tenía un solo corazón
y una sola alma» (Hch 4,32)
37. La dimensión visible de la comunidad cristiana naciente es descrita por
las cualidades inmateriales que muestran la koinonia eclesial: un solo
corazón y una sola alma, manifestando así el sentido profundo del
testimonio. Es reflejo de una interioridad personal y comunitaria. Dejándose
moldear en el interior por la gracia divina, toda Iglesia particular puede
reencontrar la belleza de la primera comunidad de los creyentes, cimentada en
una fe animada por la caridad, que caracteriza a los discípulos de Cristo ante
los ojos de los hombres (cf. Jn 13,35). La koinonia da
consistencia y coherencia al testimonio, y requiere una conversión permanente.
Ésta perfecciona la comunión y consolida a su vez el testimonio. «Sin comunión
no puede haber testimonio: el gran testimonio es precisamente la vida de
comunión»[31]. La comunión es un don que
debe ser plenamente aceptado por todos y una realidad que se ha de construir sin
cesar. En este sentido, invito a todos los miembros de las Iglesias en Oriente
Medio a reavivar la comunión, cada uno según su vocación, con humildad y con
oración, para llegar a la unidad por la que oró Jesús (cf. Jn 17,21).
38. El concepto de Iglesia «católica» contempla la comunión entre lo
universal y lo particular. Hay una relación de «mutua interioridad» entre la
Iglesia universal y las Iglesias particulares, que identifica y concretiza la
catolicidad de la Iglesia. La presencia «del todo en la parte» pone la parte en
tensión hacia la universalidad, tensión que se manifiesta, por un lado, en el
impulso misionero de cada una de las Iglesias y, por otro, en el aprecio sincero
de la bondad de las «otras partes», que incluye el actuar en sintonía y en
sinergia con ellas. La Iglesia universal es una realidad antecedente a las
Iglesias particulares, que nacen en y por la Iglesia universal[32]. Esta verdad refleja fielmente la doctrina católica y,
en particular, la del Concilio Vaticano II[33]. Ella nos introduce en la comprensión de la dimensión
«jerárquica» de la comunión eclesial, y permite que la rica y legítima
diversidad de las Iglesias particulares se articule siempre en la unidad, como
lugar donde los dones particulares se convierten en una auténtica riqueza para
la universalidad de la Iglesia. Una renovada y vivida toma de conciencia de
estos puntos fundamentales de la eclesiología permitirá redescubrir la
especificidad y la riqueza de la identidad «católica» en la tierra de
Oriente.
Los patriarcas
39. «Padres y Guías» de las Iglesias sui iuris, los patriarcas son los
signos visibles de referencia y los custodios vigilantes de la comunión. Por su
identidad y su misión propia, son hombres de comunión que velan por la grey
según Dios (cf. 1 P 5,1-4), y los servidores de la unidad de eclesial.
Ejercen un ministerio que actúa por medio de la caridad, vivida realmente en
todos los campos: entre los patriarcas mismos, entre el patriarca y los obispos,
los sacerdotes, las personas consagradas y los fieles laicos bajo su
jurisdicción.
40. Los patriarcas, cuya unión indefectible con el Obispo de Roma hunde sus
raíces en la ecclesiastica communio, que han solicitado al Sumo Pontífice
y recibido tras su elección canónica, hacen tangible por ese particular vínculo
la universalidad y la unidad de la Iglesia[34]. Se preocuparán de todos los discípulos de Jesucristo
que viven en el territorio patriarcal. Como signo de comunión para el
testimonio, sabrán fortalecer la unidad y la solidaridad en el seno del Consejo
de los Patriarcas católicos de Oriente y de los diversos sínodos patriarcales,
privilegiando en ellos el acuerdo en cuestiones de gran importancia para la
Iglesia, con vistas a una acción colegial y unitaria. Para la credibilidad de su
testimonio, el patriarca perseguirá la justicia, la piedad, la fe, la caridad,
la perseverancia y la mansedumbre (cf. 1 Tm 6,11), buscando de todo
corazón un estilo de vida sobrio, a imagen de Cristo, desprendido de todo para
hacernos ricos con su pobreza (cf. 2 Co 8,9). Asimismo, se esforzará en
promover entre las circunscripciones eclesiásticas una solidaridad real en una
sana gestión del personal y de los bienes eclesiásticos. Esto es lo que
corresponde a sus deberes[35]. A imitación
de Jesús, que recorría los pueblos y aldeas en cumplimiento de su misión (cf.
Mt 9,35), los patriarcas realizarán con celo la visita pastoral a sus
circunscripciones eclesiásticas[36]. No lo
hará sólo por ejercer su derecho y su deber de vigilar, sino también para
testimoniar concretamente su caridad fraterna y paterna para con los obispos,
sacerdotes y fieles laicos, sobre todo con los pobres, los enfermos y los
marginados, así como con los que sufren espiritualmente.
Los obispos
41. En virtud de su ordenación, el obispo queda instituido a la vez como
miembro del Colegio episcopal y como pastor de una comunidad local mediante su
ministerio de enseñar, santificar y gobernar. Con los patriarcas, los obispos
son los signos visibles de la unidad en la diversidad de la Iglesia, como Cuerpo
cuya cabeza es Cristo (cf. Ef 4,12-15). Ellos son los primeros elegidos
gratuitamente y los enviados a todas las naciones para hacer discípulos,
enseñándoles a observar todo lo prescrito por el Resucitado (cf. Mt
28,19-20)[37]. Es, pues, de vital
importancia que escuchen y conserven en su corazón la Palabra de Dios. Han de
anunciarla con valentía, y defender con firmeza la integridad y la unidad de la
fe en situaciones difíciles, que por desgracia no faltan en Oriente Medio.
42. Para promover la vida de comunión y diakonía, es importante que los
obispos se esfuercen siempre por su propia renovación personal. Esta atención
del corazón pasa «ante todo por la vida de oración, de abnegación, de sacrificio
y de escucha; después por la vida ejemplar de apóstoles y pastores, hecha de
sencillez y humildad; y, finalmente, por su deseo constante de defender la
verdad, la justicia, la moral y la causa de los débiles»[38]. Además, la tan deseada renovación de las comunidades
pasa por el cuidado paternal que tengan por todos los bautizados, y en especial
por sus colaboradores inmediatos, los presbíteros[39].
43. El primer fundamento de la comunión intereclesial es la comunión en el
seno de cada iglesia local, que se alimenta siempre de la Palabra de Dios y de
los sacramentos, así como de las diversas formas de oración. Por tanto, invito a
los obispos a manifestar su solicitud por todos los fieles de su jurisdicción,
sin discriminaciones por su condición, nacionalidad o proveniencia eclesial. Que
apacienten el rebaño de Dios confiado a ellos, velando por él «no como déspotas
con quienes os ha tocado en suerte, sino convirtiéndoos en modelos del rebaño»
(1 P 5,3). Que presten una atención especial a quienes no son constantes
en la práctica religiosa y a los que, por diversas razones, la han abandonado[40]. Se cuidarán también de ser la presencia
amorosa de Cristo entre los que no profesan la fe cristiana. Así promoverán la
unidad entre los cristianos mismos y la solidaridad entre todos los hombres,
creados a imagen de Dios (cf. Gn 1,27), pues todo viene del Padre, que es
hacia quien nos dirigimos (cf. 1 Co 8,6).
44. Corresponde a los obispos asegurar una gestión sana, honesta y
transparente de los bienes temporales de la Iglesia, de acuerdo con el Código de los cánones de
las Iglesias orientales o el Código de Derecho Canónico
de la Iglesia latina. Los Padres sinodales han creído necesario que se
haga una auditoría seria de las finanzas y de los bienes, poniendo cuidado en
evitar la confusión entre los bienes personales y los de la Iglesia[41]. El apóstol Pablo dice que el siervo de
Dios es un administrador de los misterios de Dios. Ahora bien, «lo que se busca
en los administradores es que sean fieles» (1 Co 4,2). El administrador
gestiona bienes que no le pertenecen y que, según el apóstol, están destinados a
un fin superior: los misterios de Dios (cf. Mt 19,28-30; 1 P
4,10). Esta gestión fiel y desinteresada, tan deseada por los monjes fundadores
–verdaderas columnas de muchas Iglesias orientales– debe servir prioritariamente
para la evangelización y la caridad. Los obispos se preocuparán de asegurar a
sus presbíteros, sus primeros colaboradores, una adecuada subsistencia, para que
no se pierdan en la búsqueda de lo temporal, y puedan consagrarse dignamente a
las cosas de Dios y a su misión pastoral. Por lo demás, quien ayuda a un pobre
gana el cielo. Santiago insiste en el respeto que se debe al pobre, en su
grandeza y su verdadero puesto en la comunidad (cf. 1,9-11; 2,1-9). Por eso es
necesario que la gestión de los bienes se convierta en un lugar de anuncio
eficaz del mensaje liberador de Jesús: «El Espíritu del Señor está sobre mí,
porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar a los pobres, a proclamar a
los cautivos la libertad y, a los ciegos, la vista; a poner en libertad a los
oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4,18-19). El
mayordomo fiel es aquel que se ha dado cuenta de que sólo el Señor es la perla
fina (cf. Mt 13,45-46), y que sólo él es el verdadero tesoro (cf.
Mt 6,19-21; 13,44). Que los obispos lo manifiesten de manera ejemplar a
los sacerdotes, seminaristas y fieles. Por otra parte, la enajenación de bienes
de la Iglesia debe atenerse estrictamente a las normas canónicas y a las
disposiciones pontificias en vigor.
Los sacerdotes, los diáconos y los seminaristas
45. La ordenación sacerdotal configura al sacerdote con Cristo y le convierte
en un estrecho colaborador del patriarca y del obispo, participando de su triple
munus[42]. Precisamente por eso, es
un servidor de la comunión; y el cumplimiento de esta tarea requiere una
relación constante con Cristo y su celo en la caridad y en las obras de
misericordia para con todos. Así podrá irradiar la santidad, a la que todos los
bautizados están llamados. Educará al Pueblo de Dios a construir la civilización
del amor evangélico y la unidad. Para eso, renovará y fortalecerá la vida de los
fieles mediante la transmisión sabia de la Palabra de Dios, de la Tradición y de
la doctrina de la Iglesia, así como por los sacramentos[43]. Las tradiciones orientales han tenido la intuición de
la dirección espiritual. Que los sacerdotes, los diáconos y los consagrados la
practiquen ellos mismos y abran con ella a los fieles los caminos de la
eternidad.
46. El testimonio de comunión exige, además, una formación teológica y una
sólida espiritualidad, que requiere una renovación intelectual y espiritual
permanente. Corresponde a los obispos proporcionar a los sacerdotes y a los
diáconos los medios necesarios que les permitan profundizar en su vida de fe,
para el bien de los fieles, dándoles «la comida a su tiempo» (Sal
145,15). Por su parte, los fieles esperan de ellos el ejemplo de una conducta
intachable (cf. Flp 2,14-16).
47. Os invito, queridos sacerdotes, a redescubrir cada día el sentido
ontológico del orden sagrado, que haga vivir el sacerdocio como una fuente de
santificación para los bautizados, y para la promoción de todos los hombres.
«Pastoread el rebaño de Dios que tenéis a vuestro cargo [...], no por sórdida
ganancia, sino con entrega generosa» (1 P 5,2). Os invito a apreciar
también la vida en equipo –donde sea posible–, no obstante las dificultades que
comporta (cf. 1 P 4,8-10), pues eso os ayudará a comprender y vivir mejor
la comunión sacerdotal y pastoral, en el ámbito local y universal. Queridos
diáconos, en comunión con vuestro obispo y los sacerdotes, servid al Pueblo de
Dios según vuestro propio ministerio en las tareas específicas que se os
confíen.
48. El celibato sacerdotal es un don inestimable de Dios a su Iglesia, que
conviene recibir con gratitud, tanto en Oriente como en Occidente, pues
representa un signo profético siempre actual. Recordamos, además, el ministerio
de los sacerdotes casados, que son un elemento antiguo de las tradiciones
orientales. Quisiera dirigir también mi aliento a estos presbíteros que, con sus
familias, están llamados a la santidad en el ejercicio fiel de su ministerio y
en sus condiciones de vida a veces difíciles. Reitero a todos que la belleza de
vuestra vida sacerdotal[44] suscitará sin
duda nuevas vocaciones, que tendréis la responsabilidad de atender.
49. La vocación del joven Samuel (cf. 1 S 3,1-19) nos enseña que los
seres humanos necesitan guías expertos para ayudarles a discernir la voluntad
del Señor y responder generosamente a su llamada. En este sentido, el
florecimiento de las vocaciones debe ser favorecido por una pastoral apropiada.
Y ésta ha de estar apoyada por la oración en la familia, las parroquias, los
movimientos eclesiales y en el seno de los centros educativos. Quienes responden
a la llamada del Señor necesitan crecer en lugares de formación específica y
estar acompañados por formadores idóneos y ejemplares. Estos los educarán en la
oración, la comunión, el testimonio y la conciencia misionera. Se abordarán con
programas adecuados los aspectos de la vida humana, espiritual, intelectual y
pastoral, teniendo en cuenta con perspicacia la diversidad del medio, los
antecedentes, las pertenencias culturales y eclesiales[45].
50. Queridos seminaristas, así como el junco no puede crecer sin agua (cf.
Jb 8,11), tampoco vosotros podréis ser verdaderos artesanos de comunión y
auténticos testigos de la fe sin un enraizamiento profundo en Jesucristo, sin
una conversión continua a su palabra, sin un amor por su Iglesia y sin una
caridad desinteresada por el prójimo. Estáis llamados a vivir y perfeccionar hoy
en día la comunión, con vistas a un testimonio valiente y sin ambigüedades. La
firmeza de la fe del Pueblo de Dios dependerá también de la calidad de vuestro
testimonio. Os invito a abriros más a la diversidad cultural de vuestras
Iglesias, por ejemplo, aprendiendo otras lenguas y culturas diferentes a las
vuestras, con vistas a vuestra futura misión. Estad también abiertos a la
diversidad eclesial, ecuménica, y al diálogo interreligioso. Os ayudará mucho un
estudio atento de mi Carta dirigida a los seminaristas[46].
La vida consagrada
51. El monacato, en sus diversas formas, ha nacido en Oriente Medio y es el
origen de algunas de las iglesias de allí[47]. Que los monjes y monjas, que consagran su vida a la
oración, santificando las horas del día y de la noche, encomendando en sus
plegarias las preocupaciones y necesidades de la Iglesia y la humanidad,
recuerden permanentemente a todos la importancia de la oración en la vida de la
Iglesia y de todo creyente. Que los monasterios sean también lugares donde los
fieles puedan dejarse guiar en la iniciación a la oración.
52. La vida consagrada, contemplativa y apostólica, es una profundización de
la consagración bautismal. En efecto, los monjes y monjas buscan seguir a Cristo
de manera más radical mediante la profesión de los consejos evangélicos de
obediencia, castidad y pobreza[48]. La
entrega sin reservas de sí mismos al Señor, y su amor desinteresado por todos
los hombres, dan testimonio de Dios y son verdaderos signos de su amor por el
mundo. Vivida como un don precioso del Espíritu Santo, la vida consagrada es un
apoyo irremplazable para la vida y la pastoral de la Iglesia[49]. En este sentido, las comunidades religiosas serán
signos proféticos de la comunión en sus iglesias y en el mundo entero en la
medida en que estén realmente fundadas en la Palabra de Dios, la comunión
fraterna y el testimonio de la diaconía (cf. Hch 2,42). En la vida
cenobítica, la comunidad o el monasterio tienen por vocación el ser lugar
privilegiado de la unión con Dios y la comunión con el prójimo. Es el lugar
donde la persona consagrada aprende a caminar siempre desde Cristo[50], para ser fiel a su misión con la oración
y el recogimiento, y ser para todos los fieles un signo de la vida eterna, que
ya ha comenzado aquí (cf. 1 P 4,7).
53. Os invito a vosotros, que habéis sido llamados a la sequela
Christi en la vida religiosa en Oriente Medio, a que os dejéis seducir
siempre por la Palabra de Dios, como el profeta Jeremías, y la guardéis en
vuestro corazón como un fuego ardiente (cf. Jr 20,7-9). Ella es la razón
de ser, el fundamento y la referencia última y objetiva de vuestra consagración.
La Palabra de Dios es verdad. Al obedecerla, santificáis vuestras almas para
amaros sinceramente como hermanos y hermanas (cf. 1 P 1,22). Cualquiera
que sea el estado canónico de vuestro Instituto religioso, mostraos disponibles
para colaborar en espíritu de comunión con el obispo en la actividad pastoral y
misionera. La vida religiosa es una adhesión personal a Cristo, Cabeza del
Cuerpo (cf. Col 1,18; Ef 4,15), y refleja el vínculo indisoluble
entre Cristo y su Iglesia. En este sentido, apoyad a las familias en su vocación
cristiana y alentad a las parroquias para que se abran a las diversas vocaciones
sacerdotales y religiosas. Esto contribuye a fortalecer la vida de comunión para
el testimonio en el seno de la Iglesia particular[51]. No dejéis de responder a los interrogantes de los
hombres y mujeres de nuestro tiempo, indicándoles la senda y el sentido profundo
de la existencia humana.
54. Quisiera añadir una consideración adicional que va más allá de los
consagrados y se dirige al conjunto de los miembros de las Iglesias orientales
católicas. Se refiere a los consejos evangélicos, que caracterizan
particularmente la vida monástica, a sabiendas de que esta misma vida religiosa
ha sido determinante en el origen de numerosas Iglesias sui iuris, y
sigue siéndolo en su vida actual. Me parece que se debería reflexionar con
detenimiento y atención sobre los consejos evangélicos, obediencia, castidad y
pobreza, para redescubrir hoy su belleza, la fuerza de su testimonio y su
dimensión pastoral. No se puede regenerar interiormente a los fieles, a la
comunidad creyente y a toda la Iglesia, si no hay un retorno decidido e
inequívoco, cada uno según su vocación, al quaerere Deum, a la búsqueda
de Dios, que ayuda a definir y vivir en verdad la relación con Dios, con el
prójimo y consigo mismo. Ciertamente, esto concierne a las Iglesias sui
iuris, pero también a la Iglesia latina.
Los laicos
55. Los laicos son plenamente miembros del Cuerpo de Cristo por el bautismo,
y están asociados a la misión de la Iglesia universal[52]. Su participación en la vida y las actividades internas
de la Iglesia es la fuente espiritual permanente que les permite ir más allá de
los confines de las estructuras eclesiásticas. Como apóstoles en el mundo, ellos
convierten en acción concreta el Evangelio, la enseñanza y la doctrina social de
la Iglesia[53]. En efecto, «los cristianos,
ciudadanos de pleno derecho, pueden y deben dar su contribución con el espíritu
de las bienaventuranzas, convirtiéndose así en constructores de paz y en
apóstoles de reconciliación para el bien de toda la sociedad»[54].
56. Como el ámbito de lo temporal es vuestro propio terreno[55], os animo, queridos fieles laicos, a fortalecer los
lazos de hermandad y colaboración con las personas de buena voluntad en la
búsqueda del bien común, de la sana gestión de los bienes públicos, de la
libertad religiosa y del respeto de la dignidad de cada persona. Aun cuando la
misión de la Iglesia se hace difícil en los ambientes donde el anuncio explícito
del evangelio encuentra obstáculos o no es posible, que «vuestra conducta entre
los gentiles sea buena, para que [...], fijándose en vuestras buenas obras, den
gloria a Dios el día de su venida» (1 P 2,12). Preocuparos de dar razón
de vuestra fe (cf. 1 P 3,15) mediante la coherencia de vuestra vida y
vuestro obrar cotidiano[56]. Para que
vuestro testimonio dé realmente fruto (cf. Mt 7,16.20), os exhorto a
superar las divisiones y cualquier interpretación subjetivista de la vida
cristiana. Poned cuidado en no separarla – con sus valores y exigencias – de la
vida familiar o en la sociedad, en el trabajo, en la política y la cultura, pues
todos los diferentes ámbitos de la vida del laico entran en el designio de
Dios[57]. Os invito a ser audaces por amor
a Cristo, seguros de que ni la tribulación, ni la angustia, ni la persecución os
podrán separar de él (cf. Rm 8,35).
57. En Oriente Medio, los laicos están acostumbrados a tener relaciones
fraternas y asiduas con fieles católicos de diferentes Iglesias patriarcales o
latina, y a asistir a sus lugares de culto, especialmente si no hay otra
alternativa. A esta admirable realidad, que demuestra una comunión
auténticamente vivida, se añade el hecho de que las diversas jurisdicciones
eclesiales se superponen de modo fecundo en el mismo territorio. En este punto
particular, la Iglesia en Oriente Medio es un ejemplo para otras Iglesias
particulares del resto del mundo. Así, Oriente Medio es de alguna manera un
laboratorio que hace ya presente hoy el porvenir de la situación eclesial. Este
ejemplo, que requiere ser perfeccionado y purificado continuamente, abarca
también la experiencia adquirida localmente en el campo ecuménico.
La familia
58. Institución divina fundada en el matrimonio, tal y como lo ha querido el
Creador mismo (cf. Gn 2,18-24; Mt 19,5), la familia está
actualmente expuesta a muchos peligros. La familia cristiana, en particular, se
ve más que nunca frente a la cuestión de su identidad profunda. En efecto, las
características esenciales del matrimonio sacramental –la unidad y la
indisolubilidad (cf. Mt 19,6)–, y el modelo cristiano de familia, de la
sexualidad y del amor, se ven hoy en día, si no rechazados, al menos
incomprendidos por algunos fieles. Acecha la tentación de adoptar modelos
contrarios al evangelio, difundidos por una cierta cultura contemporánea
diseminada por todo el mundo. El amor conyugal se inserta en la alianza
definitiva entre Dios y su pueblo, sellada plenamente en el sacrificio de la
cruz. Su carácter de mutua entrega de sí al otro hasta el martirio, se
manifiesta en algunas Iglesias orientales, donde cada uno de los contrayentes
recibe al otro como «corona» durante la ceremonia nupcial, llamada con razón
«oficio de coronación». El amor conyugal no se construye en un momento, sino que
es el proyecto paciente de toda una vida. Llamada a vivir cotidianamente el amor
en Cristo, la familia cristiana es un instrumento privilegiado de la presencia y
la misión de la Iglesia en el mundo. En este sentido, necesita ser acompañada
pastoralmente[58] y sostenida en sus
problemas y dificultades, sobre todo allí donde las referencias sociales,
familiares y religiosas tienden a debilitarse o perderse[59].
59. Familias cristianas en Oriente Medio, os invito a renovaros siempre con
la fuerza de la Palabra de Dios y los sacramentos, para ser aún más iglesia
doméstica que educa en la fe y la oración, semillero de vocaciones, escuela
natural de las virtudes y los valores éticos, y primera célula viva de la
sociedad. Contemplad siempre a la Familia de Nazaret[60], que tuvo el gozo de acoger la vida y expresar su piedad
observando la Ley y las prácticas religiosas de su tiempo (cf. Lc
2,22-24.41). Mirad a esta familia, que vivió también la prueba de la pérdida del
niño Jesús, el dolor de la persecución, la emigración y el duro trabajo
cotidiano (cf. Mt 2,13ss; Lc 2,41ss). Ayudad a vuestros hijos a
crecer en sabiduría, edad y gracia ante Dios y los hombres (cf. Lc 2,52);
enseñadles a confiar en el Padre, a imitar a Cristo y a dejarse guiar por el
Espíritu Santo.
60. Después de estas reflexiones sobre la común dignidad y la vocación del
hombre y la mujer en el matrimonio, pienso especialmente en las mujeres en
Oriente Medio. El primer relato de la creación muestra la igualdad ontológica
entre el hombre y la mujer (cf. Gn 1,27-29). Esta igualdad quedó dañada a
consecuencia del pecado (cf. Gn 3,16; Mt 19,4). Superar este
legado, fruto del pecado, es un deber de todo ser humano, hombre o mujer[61]. Quisiera asegurar a todas las mujeres
que la Iglesia católica, fiel al designio divino, promueve la dignidad personal
de la mujer y su igualdad con los hombres, frente a las más variadas formas de
discriminación a las que está sometida por el simple hecho de ser mujer[62]. Estas prácticas dañan la vida de
comunión y testimonio. Ofenden gravemente, no sólo a la mujer, sino también y
sobre todo a Dios, el Creador. Reconociendo su sensibilidad innata para el amor
y la protección de la vida humana, y honorándolas por su aportación específica
en la educación, la salud, el trabajo humanitario y la vida apostólica, estimo
que las mujeres deben comprometerse y estar más implicadas en la vida pública y
eclesial[63]. De este modo, darán su
aportación peculiar en la edificación de una sociedad más fraterna y de una
Iglesia que se embellece por la verdadera comunión entre los bautizados.
61. Además, en el caso de controversias jurídicas, que lamentablemente pueden
oponer al hombre y a la mujer, especialmente en cuestiones de orden matrimonial,
la voz de la mujer debe ser escuchada y tomada en consideración con respeto, al
igual que la del hombre, para que cesen ciertas injusticias. En este sentido, se
ha de fomentar una aplicación más sana y justa del derecho de la Iglesia. La
justicia de la Iglesia debe ser ejemplar en todos sus grados y en todos los
campos de su competencia. Es absolutamente necesario velar para que los
conflictos jurídicos relacionados con cuestiones matrimoniales no conduzcan a la
apostasía. Por lo demás, los cristianos de la región deben tener la posibilidad
de aplicar en el campo matrimonial, como en otros campos, su derecho propio sin
restricciones.
Los jóvenes y los niños
62. Saludo con paternal solicitud a todos los niños y jóvenes de la Iglesia
en Oriente Medio. Pienso en los jóvenes que buscan un sentido humano y cristiano
duradero de su vida, sin olvidar a aquellos cuya juventud coincide con un
alejamiento progresivo de la Iglesia, que se traduce en el abandono de la
práctica religiosa.
63. Queridos jóvenes, os invito a cultivar de forma continua la amistad
verdadera con Jesús (cf. Jn 15,13-15) por medio del poder de la oración.
Cuanto más sólida sea, más os servirá de faro y os protegerá de los extravíos de
la juventud (cf. Sal 25,7). La oración personal se hará más fuerte
acudiendo regularmente a los sacramentos, que permiten un verdadero encuentro
con Dios y con los hermanos en la Iglesia. No tengáis miedo ni reparo en
testimoniar la amistad con Jesús en el ámbito familiar y público. Pero hacedlo
respetando a los otros creyentes, judíos y musulmanes, con quienes compartís la
creencia en Dios, creador del cielo y de la tierra, así como grandes ideales
humanos y espirituales. No tengáis miedo ni vergüenza de ser cristianos. La
relación con Jesús os hará disponibles para colaborar sin reservas con vuestros
conciudadanos, con independencia de su afiliación religiosa, para construir el
futuro de vuestro país sobre la dignidad humana, fuente y fundamento de la
libertad, la igualdad y la paz en la justicia. Al amar a Cristo y a su Iglesia,
podréis discernir sabiamente en la modernidad los valores útiles para vuestra
plena realización y los males que envenenan lentamente vuestra vida. Tratad de
no dejaos seducir por el materialismo y por ciertas redes sociales cuyo uso
indiscriminado podría mutilar la verdadera naturaleza de las relaciones humanas.
La Iglesia en Oriente Medio cuenta mucho con vuestra oración, vuestro
entusiasmo, creatividad y habilidad, así como con vuestro pleno compromiso de
servir a Cristo, a la Iglesia y a la sociedad, en especial a los otros jóvenes
de vuestra edad[64]. No dudéis en sumaros a
toda iniciativa que os ayude a fortalecer la fe y a responder a la llamada
específica que el Señor os haga. Y tampoco dudéis en seguir la llamada de Cristo
a optar por la vida sacerdotal, religiosa o misionera.
64. ¿He de recordaros, queridos niños, a los que me dirijo ahora, que en
vuestro camino con el Señor debéis honrar en especial a vuestros padres (cf.
Ex 20,12; Dt 5,16)? Ellos son vuestros educadores en la fe. Dios
os ha confiado a ellos como un don inaudito para el mundo, con el fin de que
ellos cuiden de vuestra salud, de vuestra educación humana y cristiana, y de
vuestra formación intelectual. Y, por su parte, los padres, los educadores y
formadores, las instituciones públicas, tienen el deber de respetar el derecho
de los niños desde el momento de la concepción[65]. En cuanto a vosotros, queridos niños, aprended desde
ahora la obediencia a Dios, siendo obedientes a vuestros padres, como el Niño
Jesús (cf. Lc 2,51). Aprended también a vivir cristianamente en la
familia, en la escuela, y en todas partes. El Señor no os olvida (cf. Is
49,15). Él está siempre a vuestro lado, y quiere que caminéis con él con
sabiduría, valor y amabilidad (cf. Tb 6,2). Bendecid al Señor Dios en
todo momento, pedidle que os guíe y lleve a buen término vuestras sendas y
proyectos; recordad siempre sus mandamientos y no dejéis que se borren de
vuestro corazón (cf. Tb 4,19).
65. Deseo insistir de nuevo en la formación de los niños y jóvenes, que tiene
especial importancia. La familia cristiana es el lugar natural para el
desarrollo de la fe de los niños y los jóvenes, su primera escuela de
catequesis. En estos tiempos turbulentos, educar a un niño o a un joven es
difícil. Esta insustituible tarea se hace más complicada aún debido a las
particulares circunstancias religiosas y sociopolíticas de la región. Por ello
quiero asegurar a los padres mi apoyo y mis oraciones. Es importante que el niño
crezca en una familia unida, que vive su fe con sencillez y convicción. Y que
los niños y jóvenes vean a sus padres rezar. Que los acompañen a la iglesia y
que vean y comprendan que sus padres aman a Dios y desean conocerlo mejor. Y es
igualmente importante que el niño y el joven vean la caridad de sus padres para
con aquellos que tienen realmente necesidad. Así, comprenderán que es bueno y
bello amar a Dios, les gustará estar en la iglesia y se sentirán orgullosos,
pues habrán captado en su interior y experimentado quién es la verdadera roca
sobre la cual construir su vida (cf. Mt 7,24-27; Lc 6,48). A los
niños y jóvenes que no tienen esta oportunidad, les deseo que encuentren en su
camino auténticos testigos que les ayuden a encontrar a Cristo y a descubrir la
alegría de ser sus seguidores.
«Nosotros predicamos a Cristo crucificado…
que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1,23-24)
66. El testimonio cristiano, primera forma de la misión, es parte de la
vocación original de la Iglesia, que se desarrolla en fidelidad al mandato
recibido del Señor Jesús: «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaría, y hasta el confín de la tierra» (Hch 1,8). Cuando proclama a
Cristo crucificado y resucitado (cf. Hch 2,23-24), la Iglesia se
convierte cada vez más en lo que ya es por naturaleza y vocación: sacramento de
comunión y reconciliación con Dios y entre los hombres[66] Comunión y testimonio de Cristo son, por tanto, dos
aspectos de una misma realidad, pues ambos beben de la misma fuente, la
santísima Trinidad, y se apoyan sobre los mismos fundamentos: la Palabra de Dios
y los sacramentos.
67. Estos dos aspectos alimentan y dan autenticidad a los demás actos del
culto divino así como a las prácticas de piedad popular. La consolidación de la
vida espiritual acrecienta la caridad y lleva naturalmente al testimonio. El
cristiano es ante todo un testigo. Y el testimonio no sólo requiere una
formación cristiana adecuada para hacer inteligibles las verdades de fe, sino
también la coherencia de una vida conforme a esa misma fe, para poder responder
a las exigencias de nuestros contemporáneos.
La palabra de Dios, alma y fuente de la comunión y del
testimonio
68. «Y perseveraban en la enseñanza de los Apóstoles» (Hch 2,42). Con
esta afirmación, san Lucas hace de la primera comunidad el prototipo de la
Iglesia apostólica, es decir, fundada sobre los Apóstoles elegidos por Cristo y
sobre sus enseñanzas. La misión principal de la Iglesia, recibida de Cristo
mismo, es la de custodiar intacto el depósito de la fe apostólica (cf. 1
Tm 6,20), fundamento de su unidad, proclamando esta fe al mundo entero. La
enseñanza de los Apóstoles ha explicitado la relación de la Iglesia con las
Escrituras de la primera Alianza, que llegan a su cumplimiento en la persona de
Jesucristo (cf. Lc 24,44-53).
69. La meditación del misterio de la Iglesia como comunión y testimonio a la
luz de las Escrituras, este gran «libro de la Alianza» entre Dios y su pueblo
(cf. Ex 24,7), lleva al conocimiento de Dios, «luz en mi sendero»
(Sal 119,105), para que mi pie no tropiece (cf. Sal 121,3).[67] Que los fieles, herederos de esta
Alianza, busquen siempre la verdad en toda la Escritura inspirada por Dios (cf.
2 Tm 3,16-17). Esta no es un objeto de curiosidad histórica, sino la
«obra del Espíritu Santo, en la cual podemos escuchar la voz misma del Señor y
conocer su presencia en la historia»[68],
en nuestra historia humana.
70. Las escuelas exegéticas de Alejandría, Antioquía, Edesa o Nisibis,
contribuyeron en gran medida a la inteligencia y a la formulación dogmática del
misterio cristiano en los siglos IV y V.[69] Toda la Iglesia les está agradecida. Los partidarios de
diversas corrientes de interpretación de los textos coincidían sobre algunos
principios tradicionales en exégesis, comúnmente admitidos por las Iglesias de
Oriente y Occidente. El más importante es el creer que Jesucristo encarna la
unidad intrínseca de los dos Testamentos y, por consiguiente, la unidad del
designio salvífico de Dios en la historia (cf. Mt 5,17). Los discípulos
comenzaron a comprender esta unidad sólo a partir de la Resurrección, cuando
Jesús fue glorificado (cf. Jn 12,16). A continuación viene la fidelidad a
una lectura tipológica de la Biblia, de acuerdo con la cual algunos hechos del
Antiguo Testamento son una prefiguración (tipo y figura) de las realidades de la
Nueva Alianza en Jesucristo, clave de lectura de toda la Biblia (cf. 1 Co
15,22. 45-47; Hb 8,6-7). Los textos litúrgicos y espirituales de la
Iglesia testimonian la permanencia de estos dos principios de interpretación que
estructuran la celebración eclesial de la Palabra de Dios e inspiran el
testimonio cristiano. En este sentido, el Concilio Vaticano II precisó
ulteriormente que, para descubrir el sentido exacto de los textos sagrados, hay
que prestar atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura, teniendo
en cuenta la Tradición viva de toda la Iglesia y la analogía de la fe[70]. En la perspectiva de un acercamiento
eclesial a la Biblia, será de gran ayuda una lectura individual y en grupo de la
Exhortación apostólica postsinodal Verbum
Domini.
71. La presencia cristiana en los países bíblicos de Oriente Medio va mucho
más allá de una pertenencia sociológica o de un simple logro económico y
cultural. La presencia cristiana tomará un nuevo impulso si recupera la savia de
los orígenes, siguiendo a los primeros discípulos elegidos por Jesús para ser
sus compañeros y para enviarlos a predicar (cf. Mc 3,14). Para que la
Palabra de Dios sea el alma y el fundamento de la vida cristiana, la difusión de
la Biblia en las familias favorecerá la lectura y la meditación cotidiana de la
Palabra de Dios (lectio divina). Así se pone en práctica de manera
apropiada una auténtica pastoral bíblica.
72. Los medios de comunicación modernos pueden ser un instrumento apto para
el anuncio de la Palabra, y favorecer su lectura y meditación. Con una
explicación sencilla y accesible de la Biblia, se contribuirá a despejar muchos
prejuicios o ideas erróneas sobre ella, de las cuales provienen controversias
inútiles y humillantes[71]. En este
sentido, sería oportuno que incluyera las distinciones necesarias entre
inspiración y revelación, puesto que la ambigüedad de estos dos
conceptos en el espíritu de muchos falsea su modo de entender los textos
sagrados, lo que no deja de tener consecuencias para el futuro del diálogo
interreligioso. Estos medios pueden ayudar también a la difusión del magisterio
de la Iglesia.
73. Para alcanzar estos objetivos, conviene sostener los medios de
comunicación ya existentes y favorecer el desarrollo de nuevas estructuras
apropiadas. La formación de un personal especializado en este sector neurálgico,
no sólo desde el punto de vista técnico, sino también doctrinal y ético, es una
urgencia cada vez mayor, de modo especial con vistas a la evangelización.
74. Pero, independientemente del puesto que se les asigne, el uso de los
medios de comunicación social no podrá sustituir a la meditación de la Palabra
de Dios, su interiorización y su aplicación para responder a las cuestiones de
los fieles. Nacerá así en ellos una familiaridad con las Escrituras, una
búsqueda y una profundización de la espiritualidad, y un compromiso en el
apostolado y en la misión[72]. Teniendo en
cuenta las condiciones pastorales de cada país de la región, se podría proclamar
eventualmente un Año bíblico, seguido, si se considera oportuno, de una
Semana anual de la Biblia[73].
La liturgia y la vida sacramental
75. A lo largo de toda la historia, la liturgia ha sido para los fieles de
Oriente Medio un elemento esencial de unidad espiritual y de comunión. En
efecto, la liturgia refleja de modo privilegiado la tradición de los Apóstoles,
continuada y desarrollada en las tradiciones particulares de las Iglesias de
Oriente y Occidente. Una renovación de los textos y celebraciones litúrgicas,
allí donde fuera necesaria, permitiría a los fieles asimilar mejor la tradición
y la riqueza bíblica y patrística, teológica y espiritual[74] de las liturgias, en la experiencia del misterio al que
introducen. Una empresa semejante se debe llevar a cabo, en la medida de lo
posible, colaborando con las Iglesias que no están en plena comunión, pero que
también son depositarias de las mismas tradiciones litúrgicas. La deseada
renovación litúrgica debe estar fundada sobre la Palabra de Dios, la tradición
propia de cada Iglesia y las nuevas aportaciones teológicas y antropológicas
cristianas. Dará fruto si los cristianos adquieren la convicción de que la vida
sacramental los introduce profundamente en la vida nueva en Cristo (cf.
Rm 6,1-6; 2 Co 5,17), fuente de comunión y testimonio.
76. Existe un vínculo vital entre la liturgia, fuente y culmen de la vida de
la Iglesia, que funda la unidad del episcopado y de la Iglesia universal, y el
ministerio de Pedro, que mantiene esta unidad. La liturgia expresa esta
realidad, especialmente en la celebración eucarística, que se hace en unión no
sólo con el obispo, sino ante todo con el Papa, con el orden episcopal, con el
clero y con todo el Pueblo de Dios.
77. Por el sacramento del bautismo, conferido en el nombre de la Santísima
Trinidad, entramos en la comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y
somos configurados con Cristo para llevar una vida nueva (cf. Rm 6,11-14;
Col 2,12), una vida de fe y de conversión (cf. Mc 16,15-16;
Hch 2,38). El bautismo nos incorpora también al Cuerpo de Cristo, la
Iglesia, germen y anticipación de la humanidad reconciliada en Cristo (cf. 2
Co 5,19). En comunión con Dios, los bautizados están llamados a vivir aquí y
ahora en comunión fraterna entre sí, desarrollando una solidaridad real con los
demás miembros de la familia humana, sin discriminaciones basadas en motivos de
raza y religión, por ejemplo. En este contexto, hay que vigilar para que la
preparación sacramental de los jóvenes y los adultos se lleve a cabo con la
mayor profundidad y durante un periodo que no sea demasiado breve.
78. La Iglesia católica considera el bautismo válidamente conferido como «el
vínculo sacramental de unidad entre todos los que con él se han regenerado»[75]. Que no tarde en llegar el día en que
veamos un acuerdo ecuménico entre la Iglesia católica y las Iglesias con las que
mantiene un diálogo teológico sobre el reconocimiento mutuo del bautismo, con
vistas a restaurar después la plena comunión en la fe apostólica. De ello
depende en parte la credibilidad del mensaje y del testimonio cristiano en
Oriente Medio.
79. La Eucaristía, con la cual la Iglesia celebra el gran misterio de la
muerte y resurrección de Jesucristo para la salvación de muchos, funda la
comunión eclesial y la lleva a su plenitud. San Pablo ha erigido esto
admirablemente en un principio eclesiológico con estas palabras: «Porque el pan
es uno, nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del
mismo pan» (1 Co 10,17). La Iglesia de Cristo, sufriendo en su misión el
drama de las divisiones y separaciones, y no deseando que sus miembros se reúnan
para su propia condenación (cf. 1 Co 11,17-34), espera ardientemente que
se acerque el día en que todos los cristianos puedan finalmente comulgar juntos
de un mismo pan en la unidad de un solo cuerpo.
80. En la celebración de la Eucaristía, la Iglesia experimenta cotidianamente
también la comunión de sus miembros con vistas al testimonio diario en la
sociedad, que es una dimensión esencial de la esperanza cristiana. Así, la
Iglesia toma conciencia de la unidad intrínseca de la esperanza escatológica y
del compromiso en el mundo cuando hace memoria de toda la economía de la
salvación: desde la encarnación hasta la parusía. Esta noción se podría
profundizar más en una época en que la dimensión escatológica de la fe se ha
debilitado, y en la que el sentido cristiano de la historia, como camino hacia
su cumplimiento en Dios, se desvanece en favor de proyectos limitados únicamente
al horizonte humano. Peregrinos en camino hacia Dios, siguiendo a innumerables
ermitaños y monjes, buscadores del Absoluto, los cristianos que viven en Oriente
Medio sabrán encontrar en la Eucaristía la fuerza y la luz necesarias para
testimoniar el evangelio, a menudo contra corriente y a pesar de innumerables
limitaciones. Se apoyarán en la intercesión de los justos, santos, mártires y
confesores, y de todos los que han agradado al Señor, como se canta en nuestras
liturgias de Oriente y Occidente.
81. El sacramento del perdón y de la reconciliación, del que junto con los
Padres sinodales deseo una renovación en su comprensión y en su práctica entre
los fieles, es una invitación a la conversión del corazón[76]. En efecto, Cristo pide claramente: Cuando vayas a
«presentar tu ofrenda sobre el altar…, vete primero a reconciliarte con tu
hermano» (Mt 5,23-24). La conversión sacramental es un don que requiere
ser mejor acogido y practicado. El sacramento del perdón y de la reconciliación
perdona ciertamente los pecados, pero también cura. Recibirlo con mayor
frecuencia favorece la formación de la conciencia y la reconciliación, ayudando
a superar los diferentes miedos y a luchar contra la violencia. Pues sólo Dios
da la paz auténtica (cf. Jn 14,27). En este sentido, exhorto a los
pastores, así como a los fieles que están a su cuidado, a purificar
incesantemente la memoria individual y colectiva, liberando de prejuicios los
espíritus a través de la aceptación mutua y la colaboración con las personas de
buena voluntad. Exhorto también a promover toda iniciativa de paz y
reconciliación, incluso en medio de las persecuciones, para ser de verdad
discípulos de Cristo según el espíritu de las bienaventuranzas (cf. Mt
5,3-12). Es necesario que la «buena conducta» de los cristianos (cf. 1 P
3,16) se convierta por su ejemplaridad en levadura en la masa humana (cf.
Lc 13,20-21), pues se funda en Cristo, que invita a la perfección (cf.
Mt 5,48; St 1,4; 1 P 1,16).
La oración y las peregrinaciones
82. La Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para Oriente Medio ha
subrayado con vigor la necesidad de la oración en la vida de la Iglesia, para
dejarse transformar por su Señor y para que cada fiel permita que Cristo viva en
él (cf. Ga 2,20). En efecto, como el mismo Jesús nos muestra retirándose
a orar en los momentos decisivos de su vida, la eficacia de la misión
evangelizadora, y por tanto del testimonio, tiene su fuente en la oración. Con
su oración personal y comunitaria, el creyente, abriéndose a la acción del
Espíritu de Dios, hace penetrar en el mundo la riqueza del amor y la luz de la
esperanza que hay en él (cf. Rm 5,5). Que el deseo de rezar crezca entre
los pastores del Pueblo de Dios y entre los fieles, para que la contemplación
del rostro de Cristo inspire cada vez más su testimonio y su acción. Jesús
recomendó a sus discípulos orar sin cesar y sin desfallecer (cf. Lc
18,1). Las situaciones humanas dolorosas causadas por el egoísmo, la iniquidad o
la voluntad de poder, pueden provocar cansancio y desánimo. Por eso, Jesús
recomienda la oración continua. Ella es la verdadera «tienda del encuentro» (cf.
Ex 40,34), el lugar privilegiado de la comunión con Dios y con los
hombres. Recordemos el significado del nombre del Niño cuyo nacimiento fue
anunciado por Isaías y que trae la salvación: Emmanuel, «Dios con nosotros» (cf.
Is 7,14; Mt 1,23). Jesús es nuestro Emmanuel, verdadero Dios con
nosotros. Invoquémoslo con fervor.
83. Oriente Medio, tierra de la revelación bíblica, ha sido desde muy pronto
una meta privilegiada de peregrinación para muchos cristianos, venidos de todo
el mundo para fortalecer su fe y vivir una experiencia profundamente espiritual.
Se trataba entonces de un gesto penitencial que respondía a una auténtica sed de
Dios. La peregrinación bíblica actual debe volver a esta intuición inicial.
Inspirada en la penitencia para la conversión y en la búsqueda de Dios, y
poniendo sus pasos sobre los pasos terrenos de Cristo y de los apóstoles, la
peregrinación a los lugares santos y apostólicos, vivida con fe y hondura, puede
ser una auténtica sequela Christi. En un segundo momento, permite también
que los fieles se impregnen más de la riqueza visual de la historia bíblica, que
les recordará los grandes momentos de la economía de la salvación. Conviene
igualmente que se asocie la peregrinación bíblica a la peregrinación a los
santuarios de los mártires y los santos, en los que la Iglesia venera a Cristo,
fuente de su martirio y de su santidad.
84. Ciertamente, la Iglesia vive en la espera vigilante y confiada de la
llegada final del Esposo (cf. Mt 25,1-13). Recuerda, siguiendo a su
Maestro, que la verdadera adoración es en espíritu y verdad, y no está limitada
a un lugar santo, por importante que sea en la conciencia de los creyentes por
su simbolismo y religiosidad (cf. Jn 4,21.23). La Iglesia, y en ella todo
bautizado, siente sin embargo la necesidad legítima de un retorno a las fuentes.
En los lugares donde se produjeron los acontecimientos de la salvación, todo
peregrino podrá comprometerse en un camino de conversión a su Señor y encontrar
un nuevo impulso. Deseo que los fieles de Oriente Medio puedan hacerse ellos
mismos peregrinos en estos lugares santificados por el Señor y tener acceso
libre sin restricción a los mismos. Por otra parte, las peregrinaciones a estos
lugares ayudarán a los cristianos no orientales a descubrir la riqueza litúrgica
y espiritual de las Iglesias orientales. Contribuirán asimismo a sostener y
animar las comunidades cristianas a permanecer fiel y valerosamente en estas
tierras benditas.
La evangelización y la caridad: misión de la Iglesia
85. La transmisión de la fe cristiana es una misión esencial para la Iglesia.
Para poder responder mejor a los desafíos del mundo actual, invito a todos los
fieles de la Iglesia a una nueva evangelización. Para que ésta dé sus frutos,
debe permanecer fiel a la fe en Jesucristo. «¡Ay de mí si no anuncio el
Evangelio!» (1 Co 9,16), exclamaba san Pablo. En la inestable situación
actual, esta nueva evangelización quiere lograr que los fieles tomen conciencia
de que su testimonio de vida[77] da fuerza
a su palabra cuando se atreven a hablar de Dios abierta y valientemente para
anunciar la Buena Nueva de la salvación. También toda la Iglesia católica
presente en Oriente Medio está invitada, con la Iglesia universal, a
comprometerse en esta evangelización, teniendo en cuenta con discernimiento el
contexto cultural y social actual, sabiendo reconocer sus expectativas y sus
límites. Es, ante todo, una llamada a dejarse evangelizar de nuevo para
reencontrarse con Cristo, una llamada que se dirige a toda comunidad eclesial y
a cada uno de sus miembros. Pues, como recordaba el Papa Pablo VI: «El que ha
sido evangelizado evangeliza a su vez. He ahí la prueba de la verdad, la piedra
de toque de la evangelización: es impensable que un hombre haya acogido la
Palabra y se haya entregado al reino sin convertirse en alguien que a su vez da
testimonio y anuncia»[78].
86. Profundizar en el sentido teológico y pastoral de esta evangelización es
una tarea importante para «compartir el don inestimable que Dios ha querido
darnos, haciéndonos partícipes de su propia vida»[79]. Dicha reflexión deberá abrirse a las dos dimensiones,
la ecuménica y la interreligiosa, inherentes a la vocación y a la misión propia
de la Iglesia católica en Oriente Medio.
87. Desde hace bastantes años, los movimientos eclesiales y las nuevas
comunidades están presentes en Oriente Medio. Son un don del Espíritu a nuestra
época. No se debe apagar el Espíritu (cf. 1 Ts 5,19); sin embargo,
corresponde a cada uno y a cada comunidad poner su carisma al servicio del bien
común (cf. 1 Co 12,7). La Iglesia católica en Oriente Medio se alegra del
testimonio de fe y de comunión fraterna de estas comunidades, donde se reúnen
cristianos de varias Iglesias, sin confusión ni proselitismo. Animo a los
miembros de estos movimientos y comunidades a ser artífices de comunión y
testigos de la paz que viene de Dios, en unión con el obispo del lugar y según
sus directrices pastorales, teniendo en cuenta la historia, la liturgia, la
espiritualidad y la cultura de la Iglesia local[80]. Así demostrarán su adhesión generosa y su deseo de
servir a la Iglesia particular y a la Iglesia universal. Por último, su buena
integración manifestará la comunión en la diversidad y ayudará a la nueva
evangelización.
88. Cada una de las Iglesias católicas presentes en Oriente Medio, herederas
de un impulso apostólico que ha llevado la Buena Nueva a tierras lejanas, están
invitadas también a renovar su espíritu misionero por la formación y el envío de
hombres y mujeres orgullosos de su fe en Cristo, muerto y resucitado, y capaces
de anunciar con valor el Evangelio, tanto en su región como en los territorios
de la diáspora, o incluso en otros países del mundo[81]. El Año de la Fe, que se sitúa en el contexto de la nueva
evangelización, si se vive con una convicción intensa, será un excelente
estímulo para promover una evangelización interna de las Iglesias de la región,
y para consolidar el testimonio cristiano. Dar a conocer al Hijo de Dios muerto
y resucitado, el único Salvador de todos, es un deber constitutivo de la Iglesia
y una responsabilidad imperativa para todo bautizado. Dios «quiere que todos los
hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tm 2,4).
Frente a esta misión urgente y exigente, y en un contexto multicultural y
religiosamente plural, la Iglesia goza de la asistencia del Espíritu Santo, don
del Señor resucitado, que sigue sosteniendo a los suyos, y del tesoro de las
grandes tradiciones espirituales que ayudan a buscar a Dios. Animo a las
circunscripciones eclesiásticas, a los Institutos religiosos y a los movimientos
a desarrollar un auténtico espíritu misionero, que será para ellos prenda de
renovación espiritual. Para esta misión, la Iglesia católica en Oriente Medio
puede contar con el apoyo de la Iglesia universal.
89. La Iglesia católica en Oriente Medio trabaja desde hace mucho tiempo a
través de una red de instituciones educativas, sociales y caritativas. Hace suya
la exhortación de Jesús: «Cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis
hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis» (Mt 25,40). Acompaña el
anuncio del evangelio con obras de caridad, de acuerdo con la naturaleza misma
de la caridad cristiana, respondiendo a las necesidades inmediatas de todos,
cualquiera que sea su religión, independientemente de partidos e ideologías, con
la única finalidad de vivir en la tierra el amor de Dios por los seres humanos[82]. A través del testimonio de la caridad,
la Iglesia aporta su contribución a la vida de la sociedad y desea contribuir a
la paz que la región necesita.
90. Jesucristo se acerca a los más débiles. La Iglesia, guiada por su
ejemplo, trabaja en el servicio de acogida de los niños en las guarderías y
orfanatos, en el de los pobres, de las personas discapacitadas, de los enfermos
y de toda persona necesitada para que se integre cada vez más en la comunidad
humana. La Iglesia cree en la dignidad inalienable de toda persona humana y
adora a Dios, creador y padre, sirviendo a sus criaturas tanto en sus
necesidades materiales como espirituales. Es por Jesús, Dios y hombre verdadero,
por quien la Iglesia realiza su ministerio de consolación que sólo busca
reflejar la caridad de Dios por la humanidad. Quisiera manifestar aquí mi
admiración y mi agradecimiento a todas las personas que consagran su vida a este
noble ideal, y asegurarles la bendición de Dios.
91. Los centros educativos, las escuelas, los institutos superiores y las
universidades católicas de Oriente Medio son numerosos. Los religiosos, las
religiosas y los laicos que trabajan en ellos realizan una labor impresionante
que aprecio y animo. Sin hacer proselitismo, esas instituciones educativas
católicas acogen a alumnos o estudiantes de otras Iglesias y de otras
religiones[83]. Siendo inestimables
instrumentos de cultura para formar a los jóvenes en el conocimiento, demuestran
de manera palpable que en Oriente Medio es posible vivir en el respeto y la
colaboración, mediante una educación en la tolerancia y una búsqueda continua de
calidad humana. Asimismo, están atentas a las culturas locales, que desean
promover subrayando los elementos positivos que contienen. Una gran solidaridad
entre los padres, los estudiantes, las universidades y las eparquías y diócesis,
sostenida por la ayuda de cajas de mutualidad, permitirá garantizar a todos el
acceso a la educación, sobre todo a aquellos que no tienen los recursos
necesarios. La Iglesia pide también a los distintos responsables políticos que
sostengan a estas instituciones que, por su actividad, contribuyen real y
eficazmente al bien común, a la construcción y al futuro de las distintas
naciones[84].
La catequesis y la formación cristiana
92. San Pedro recuerda en su primera carta: «Debéis estar siempre dispuestos
para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza, pero
con delicadeza y con respeto» (3,15-16). Los bautizados han recibido el don de
la fe. Ella inspira toda su vida y los lleva a dar razón con delicadeza y
respeto de las personas, pero también con franqueza y valentía (cf. Hch
4,29ss). También han de ser iniciados de manera adecuada en la celebración de
los santos misterios, introducidos en el conocimiento de la doctrina revelada e
invitados a la coherencia de vida y del obrar cotidiano. Esta formación de los
fieles se asegura ante todo por la catequesis, cuando sea posible en una
fraterna colaboración entre las distintas Iglesias.
93. La liturgia, y en primer lugar la celebración de la Eucaristía, es una
escuela de fe que conduce al testimonio. La Palabra de Dios anunciada de manera
adecuada debe llevar a los fieles a descubrir su presencia y su eficacia en su
vida y en la de los hombres de hoy. El Catecismo de la Iglesia Católica
es una base necesaria. Como ya he indicado, se debe alentar su lectura y su
enseñanza, como también una iniciación concreta a la Doctrina social de la
Iglesia, expresada de modo especial en el Compendio
de la doctrina social de la Iglesia, así como en los grandes documentos
del Magisterio pontificio[85]. La
realidad de la vida eclesial en Oriente Medio y la ayuda mutua en la diaconía de
la caridad permiten que esta formación tenga una dimensión ecuménica, según la
especificidad de los lugares y de acuerdo con las autoridades eclesiales
respectivas.
94. Por otra parte, el compromiso de los cristianos en la Iglesia y en las
instituciones civiles se reforzará mediante una sólida formación espiritual.
Parece necesario facilitar a los fieles, sobre todo a aquellos que viven en las
tradiciones orientales y a causa de la historia de sus Iglesias, el acceso a los
tesoros de los Padres de la Iglesia y de los maestros espirituales. Invito a los
Sínodos y a los demás organismos episcopales a reflexionar seriamente en la
realización progresiva de este anhelo y en la actualización necesaria de la
enseñanza patrística, que completará la formación bíblica. Esto implica en
primer lugar que los sacerdotes, los consagrados y los seminaristas o novicios
aprovechen estos tesoros para profundizar su vida personal de fe, para que
después puedan compartirlos con seguridad. Las enseñanzas de los maestros
espirituales de Oriente y de Occidente, y las de los santos y santas, ayudarán a
quienes buscan verdaderamente a Dios.
95. «No temas, pequeño rebaño» (Lc 12,32). Con estas palabras de
Cristo, quisiera alentar a todos los pastores y fieles cristianos de Oriente
Medio a mantener viva con valentía la llama del amor divino en la Iglesia y en
sus ambientes de vida y de actividades. De este modo conservarán íntegras la
esencia y la misión de la Iglesia, tal como Cristo las ha querido. Y, también
así, las particularidades legítimas e históricas enriquecerán la comunión entre
los bautizados, con el Padre y con su Hijo Jesucristo, cuya sangre purifica todo
pecado (cf. 1 Jn 1,3.6-7). Al alba del cristianismo, san Pedro, apóstol
de Jesucristo, escribió su Primera carta a algunas comunidades creyentes de Asia
Menor en dificultad. En los comienzos de este nuevo milenio, ha sido oportuno
que se reuniesen en Sínodo, junto al Sucesor de Pedro, los pastores y los fieles
de Oriente Medio, y también de otros lugares, para rezar y reflexionar juntos.
La exigencia apostólica y la complejidad del momento invitan a la oración y al
dinamismo pastoral. La urgencia de la hora presente y la injusticia de tantas
situaciones dramáticas, releyendo la Primera carta de san Pedro, llaman a unirse
para testimoniar juntos a Cristo muerto y resucitado. Este estar juntos, esta
comunión querida por nuestro Señor y Dios, es más necesaria que nunca. Dejemos
de lado todo lo que parece ser causa de insatisfacción, aunque sea legítimo,
para concentrarnos con un solo corazón en lo único necesario: unir en el Hijo
único a todos los hombres y todo el universo (cf. Rm 8,29; Ef
1,5.10).
96. Cristo confió a Pedro la misión específica de apacentar sus ovejas (cf.
Jn 21,15-17) y sobre él edificó su Iglesia (cf. Mt 16,18). Como
Sucesor de Pedro, no olvido las tribulaciones y los sufrimientos de los fieles
de Cristo y, sobre todo, de quienes viven en Oriente Medio. El Papa está unido
espiritualmente a ellos de modo particular. Por eso, en nombre de Dios, pido a
los responsables políticos y religiosos de estas sociedades no sólo que alivien
esos sufrimientos, sino que eliminen las causas que los producen. Les pido que
hagan todo lo posible para que por fin reine la paz.
97. El Papa nunca olvida que la Iglesia –la ciudad santa, la Jerusalén
celestial–, de la que Cristo es la piedra angular (cf. 1 P 2,4.7) y del
que él mismo ha recibido la misión de cuidar en esta tierra, está construida
sobre cimientos hechos de diferentes piedras preciosas de muchos colores (cf.
Ap 21,14.19-20). Las venerables Iglesias orientales y la Iglesia de rito
latino son esas joyas espléndidas, que se postran en adoración ante «el río de
agua de vida, reluciente como el cristal, que brota del trono de Dios y del
Cordero» (Ap 22,1).
98. Para permitir a los hombres ver el rostro de Dios y su nombre escrito en
sus frentes (cf. Ap 22,4) por la bendición de Dios, invito a todos los
fieles católicos a dejarse guiar por el Espíritu de Dios para consolidar más la
comunión entre ellos, y a vivir en una fraternidad sencilla y gozosa. Sé que
ciertas circunstancias pueden llevar a veces a ceder a componendas que amenazan
con romper la comunión humana y cristiana. Por desgracia, se llega a eso con
demasiada frecuencia, y esta tibieza disgusta a Dios (cf. Ap 3,15-19). La
luz de Cristo (cf. Jn 12,46) quiere llegar a todos los rincones de la
tierra y del hombre, incluso a los más sombríos (cf. 1 P 2,9). Para ser
lámpara portadora de la única Luz (cf. Lc 11,33-36) y poder dar
testimonio por doquier (cf. Mc 16,15-18), hay que elegir el camino que
conduce a la vida (cf. Mt 7,14), dejando atrás las obras estériles de las
tinieblas (cf. Ef 5,9-14) y rechazándolas con determinación (cf.
Rm 13,12ss).
99. Que la fraternidad de los cristianos, por su testimonio, se convierta en
levadura en la masa humana (cf. Mt 13,33). Que los cristianos de Oriente
Medio, católicos y otros, den con valentía en unidad este testimonio nada fácil,
pero apasionante a causa de Cristo, a fin de recibir la corona de la vida (cf.
Ap 2,10b). El conjunto de la comunidad cristiana los anima y los
sostiene. Que la prueba que viven algunos de nuestros hermanos y hermanas (cf.
Sal 66,10; Is 48,10; 1 P 1,7), fortalezca la fidelidad y la
fe de todos. «A vosotros, gracia y paz abundantes… Paz a todos vosotros, los que
vivís en Cristo» (1 P 1,2b; 5,14b).
100. El corazón de María, Théotokos y Madre de la Iglesia, fue
traspasado (cf. Lc 2,34-35) a causa de la «contradicción» que ha traído
su divino Hijo, es decir, por la oposición y la hostilidad a la misión de luz
que Cristo afrontó, y que la Iglesia, su Cuerpo místico, sigue viviendo. María,
a la que toda la Iglesia venera con ternura, tanto en Oriente como en Occidente,
nos asistirá maternalmente. María, la Toda Santa, que caminó entre nosotros,
sabrá presentar nuevamente nuestras necesidades a su divino Hijo. Ella nos
ofrece a su Hijo. Escuchémosla, porque nos abre a la esperanza: «Haced lo que él
os diga» (Jn 2,5).
Beirut, Líbano, 14 de septiembre de 2012, fiesta de la Exaltación de la
Santa Cruz, octavo año de mi Pontificado.
BENEDICTUS PP. XVI
[1] Homilía en la apertura de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para Oriente Medio (10 octubre 2010): AAS 102 (2010), 805. [2] Cf. Propositio 4. [3] Código de los cánones de las Iglesias orientales, c. 39; cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas, 1; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Una esperanza nueva para el Líbano (10 mayo 1997), 40: AAS 89 (1997), 346-347, donde se desarrolla el tema de la unidad entre la Tradición apostólica común y las tradiciones eclesiales nacidas de ella en Oriente. [4] Cf. Homilía en la Misa de Nochebuena en la Solemnidad de la Natividad del Señor (24 diciembre 2010): AAS 103 (2011), 17-21. [5] Cf. Propositio 9. [6] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 1. [7] Cf. A los participantes en la plenaria de la Congregación para la Doctrina de la Fe (27 enero 2012), AAS 104 (2012), 109. [8] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 8. [9] Cf. Juan Pablo II, Carta enc. Ut unum sint (25 mayo 1995), 83-84: AAS 87 (1995), 971-972. [10] Cf. Consejo pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directrices para la aplicación de principios y normas sobre el Ecumenismo (25 marzo 1993): AAS 85 (1993), 1039-1119. [11] Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas, 24. [12] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 15. [13] Cf. Id., Decr. Orientalium Ecclesiarum, sobre las Iglesias orientales católicas, 26-27. [14] Cf. Id., Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 15; Consejo pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directrices para la aplicación de principios y normas sobre el Ecumenismo (25 marzo 1993), 122-128: AAS 85 (1993), 1086-1088. [15] Cf. Consejo pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directrices para la aplicación de principios y normas sobre el Ecumenismo (25 marzo 1993), 145: AAS 85 (1993), 1092. [16] Cf. Propositio 28, en que se proponen algunas iniciativas que son de competencia pastoral local y otras que afectan al conjunto de la Iglesia católica, que se estudiarán de acuerdo con la Sede de Pedro. [17] Cf. Propositio 40. [18] Cf. Discurso en la visita de cortesía a los dos grandes rabinos de Jerusalén, Jerusalén (12 mayo 2009), AAS 101 (2009), 522-523; Propositio 41. [19] Cf. Propositio 5. [20] Cf. Propositio 42. [21] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Dignitatis humanae, sobre la libertad religiosa, 2-8; Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2011: AAS 103 (2011), 46-58; Discurso al Cuerpo Diplomático acreditado ante la Santa Sede (10 enero 2011): AAS 103 (2011), 100-107. [22] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decl. Nostra Aetate, sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, 2. [23] Discurso en el Encuentro con los miembros del Gobierno, los representantes de las Instituciones de la República, el Cuerpo Diplomático y los representantes de las principales religiones (Cotonou, 19 noviembre 2011): AAS 103 (2011), 820. [24] Cf. Mensaje para la Jornada mundial del emigrante y del refugiado 2006 (18 octubre 2005): AAS 97 (2005), 981-983; Mensaje para la Jornada mundial del emigrante y del refugiado 2008 (18 octubre 2007): AAS 99 (2007) 1065-1068; Mensaje para la Jornada mundial del emigrante y del refugiado 2012 (21 septiembre 2011): AAS 103 (2011), 763-766. [25] Cf. Propositio 11. [26] Cf. Propositiones 6; 10. [27] Cf. Propositio 12. [28] Cf. Propositio 15. [29] Cf. Propositio 14. [30] Homilía en la Misa de clausura de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para Oriente Medio (24 octubre 2010): AAS 102 (2010), 815. [31] Cf. Homilía en la apertura de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para Oriente Medio (10 octubre 2010): AAS 102 (2010), 805. [32] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta Communionis notio, a los Obispos de la Iglesia católica sobre algunos aspectos de la Iglesia considerada como comunión (28 mayo 1992), 9: AAS 85 (1993), 843-844; sobre todo el primer parágrafo, donde se dice: «“La Iglesia universal no puede ser concebida como la suma de las Iglesias particulares ni como una federación de Iglesias particulares”. No es el resultado de la comunión de las Iglesias, sino que, en su esencial misterio, es una realidad ontológica y temporalmente previa a cada concreta Iglesia particular». [33] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 23. [34] Cf. Código de los cánones de las Iglesias orientales, cann. 76,1-2; 92,1-2. [35] Cf. ibíd., can. 97. [36] Cf. ibíd., can. 83,1. [37] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Pastores gregis (16 octubre 2003), 26: AAS 96 (2004), 859-860. [38] Id, Exhort. ap. postsinodal Una esperanza nueva para el Líbano (10 mayo 1997), 60: AAS 89 (1997), 364. [39] Cf. Propositio 22. [40] Cf. Código de los cánones de las Iglesias orientales, can. 192,1. [41] Cf. Propositio 7. [42] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, 4-6. [43] Cf. Mensaje final (22 octubre 2010), 4, 3. [44] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Presbyterorum Ordinis, sobre el ministerio y la vida de los presbíteros, 11. [45] Cf. Congregación para la Educación Católica, Ratio fundamentalis Institutionis sacerdotalis (19 marzo 1985), 5-10. [46] Cf. Carta a los seminaristas (18 octubre 2010): AAS 102 (2010), 793-798. [47] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Orientale Lumen (2 mayo 1995): AAS 87 (1995), 745-774. [48] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 44; Id., Decr. Perfectae caritatis, sobre la adecuada renovación de la vida religiosa, 5; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Vita consecrata (25 marzo 1996), 14, 30: AAS 88 (1996), 387-388; 403-404. [49] Cf. Propositio 26. [50] Cf. Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y Sociedades de Vida Apostólica, Instruc. Caminar desde Cristo. Un renovado compromiso de la vida consagrada en el tercer milenio (19 mayo 2002): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (26-28 junio 2002), 5-14. [51] Cf. Congregación para los Religiosos y los Institutos Seculares y Congregación para los Obispos, Criterios sobre las relaciones entre Obispos y Religiosos en la Iglesia, Mutuae relationes (14 mayo 1978), 52-65: AAS 70 (1978), 500-505. Sobre el papel de los monjes en las Iglesias orientales católicas, cf. Código de los cánones de las Iglesias orientales, cann., 410-572. [52] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 30-38; Id., Decr. Apostolicam actuositatem, sobre el apostolado de los laicos; Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988): AAS 81 (1989), 393-521. [53] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Una esperanza nueva para el Líbano (10 mayo 1997), 45.103: AAS 89 (1997), 350-352. 400; Propositio 24. [54] Homilía en la Misa de clausura de la Asamblea especial del Sínodo de los Obispos para Oriente Medio (24 octubre 2010): AAS 102 (2010), 814. [55] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 31. [56] Cf. Propositio 30. [57] Cf. Juan Pablo II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre1988), 57-63: AAS 81 (1989), 506-518. [58] Cf. Id., Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981): AAS 74 (1982), 81-191; Santa Sede, Carta de los derechos de la familia (22 octubre 1983): L’Osservatore Romano, ed. en lengua española (27 noviembre 1983), 9-10; Juan Pablo II, Carta a las familias (2 febrero 1994): AAS 86 (1994), 868-925; Consejo Pontificio de la Justicia y de la Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia, 209-254. [59] Cf. Propositio 35. [60] Cf. Homilía en la Misa en el Monte del Precipicio, Nazaret (14 mayo 2009): AAS 101 (2009), 478-482. [61] Cf. Juan Pablo II, Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto 1988), 10: AAS 80 (1988), 1676-1677. [62] Cf. Id., Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 49: AAS 81 (1989), 486-487. [63] Cf. Id., Exhort. ap. postsinodal Una nueva esperanza para el Líbano (10 mayo 1997), n. 50: AAS 89 (1997), 354-355; Mensaje final (22 octubre 2010), 4,4; Propositio 27. [64] Cf. Propositio 36. [65] Cf. Propositio 27. [66] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1. [67] Cf. Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 24: AAS 102 (2010), 704. [68] Ibíd., 19: AAS 102 (2010), 701. [69] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 14. [70] Cf. Const. dogm. Dei Verbum, sobre la divina revelación, 12. [71] Cf. Propositio 2. [72] Cf. ibíd. [73] Cf. Propositio 3. [74] Cf. Propositio 39. [75] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, 22. [76] Cf. Propositio 37. [77] Cf. Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 97: AAS 102 (2010), 767-768. [78] Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 24: AAS 68 (1976), 21. [79] Carta ap. en forma de Motu proprio, Ubicumque et semper (21 septiembre 2010): AAS 102 (2010), 791. [80] Cf. Propositio 17. [81] Cf. Propositio 34. [82] Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre 2005), 31: AAS 98 (2006), 243-245. [83] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Nota doctrinal acerca de algunos aspectos de la evangelización (3 diciembre 2007), 12, nota 49, que trata del proselitismo: AAS 100 (2008), 502. [84] Cf. Propositio 32. [85] Cf. Propositio 30.
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jueves, 21 de febrero de 2013
EXHORTACIÓN APOSTÓLICA POSTSINODAL
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